Desde Perú: Vive, por Javier González-Olaechea Franco

(ARTÍCULO PUBLICADO EL 11 DE DICIEMBRE DEL 2021 EN EL DIARIO EL COMERCIO, LIMA, PERÚ. PUBLICACIÓN AUTORIZADA POR DICHO MEDIO Y POR EL AUTOR)

El esplendor de Palestina, montañosa y pequeña, lo personifica el rey David. Tributaria de Roma, había perdido su continuidad geográfica al igual que Siria, Fenicia y otras tantas ciudades. Estaba conformada por tres regiones: Judea, Samaria y Galilea, albergando esta a la muy pequeña y despoblada Belén, constituyéndose con el alumbramiento más narrado, pintado, esculpido y cantado de la humanidad en la cuna del cristianismo.

El Mesías debía llegar, según los profetas Isaías y Ezequiel, y el niño posteriormente anunciado a María, mujer virgen y recién casada con José de la estirpe familiar de David, nace en un pesebre, reposando hoy sus restos en el Santo Sepulcro custodiado por etíopes, sirios, coptos, griegos, armenios y franciscanos, en un impresionante, sobrecogedor y silencioso imán de razas en peregrinación.


La fecha del nacimiento pareciera ser cuatro años antes del inicio de nuestro calendario gregoriano, algo así como 750 años de fundada Roma, según los cálculos astronómicos más afamados y posteriores escritos cuando la estrella que siguieron los reyes magos venidos del oriente se detuvo en Belén, una vez nacido el niño que consideraban el Salvador.

La diáspora judía se acentúa con el censo ejecutado con decreto de muerte de los pequeños de hasta dos años de la fecha estimada del nacimiento del hijo de Dios por Herodes Antipas, porque su llegada, según rumores extendidos, desafiaba y aterraba el poder de los romanos, profusamente politeístas, por sus usos y costumbres y por los sentimientos abyectos del alma de sus peores exponentes.

Las huidas irradiaron cercanías y lejanías. En Marsella y en Barcelona se asentaron sendas colonias buscando refugio y también en otras pequeñas ciudades mediterráneas.


Desde los 12 años Jesús fue considerado un peligro para los sacerdotes por cuanto en el templo de Jerusalén ya discutía con ellos. Su sencillez, conocimientos y sabias respuestas eran recibidas con asombro, desconfianza y temor. Sus ideas las consideraban revolucionarias, ya que removían las conciencias de los más doctos, siempre tenidos por custodios de la fe, entonces cuestionada por quien desde antes era conocido o referido como sabio y hacedor de pequeños milagros.

Luego de ser bautizado por su primo Juan bordeando los 30 años de edad, Jesús comenzó su verdadero peregrinaje y la predicación cristiana, advirtiendo hasta hoy a los sedientos de paz y de justicia de que podemos revivir solo desde la fe y aun cuando sea el ‘ultimum actum rationis’ de a quien Dios ruega por la paz eterna de su alma.

El sermón de la montaña, dedicado a los pobres bienaventurados del reino del Señor, es asumido entre los antiguos como la carta magna del cristianismo. Desde entonces, casi todos los cristianos vivieron entre catacumbas, delaciones y persecuciones hasta que Constantino, adoptando el cristianismo, la proclamó como la religión oficial del mundo que todavía gobernaba.


¿Y qué nos correspondería hoy a los cristianos? Lo que Jesús ratificó en la última cena, anticipando la traición: sellar el amor, perdonar y hacer el bien al prójimo. Oró en el huerto de Getsemaní sabiéndose vendido. Linchado por la plebe, humillado en el trayecto después conocido como la Vía Dolorosa o la calle de la Amargura hasta su empinada crucifixión, siguió clamando perdón por todos sin discriminación.

El mensaje del cristianismo primigenio debería ser la elección atemporal y salvadora de las sociedades.


¿Quién subirá al Monte del Señor?

¿Y quién podrá estar en Su lugar Santo?

El de manos limpias y corazón puro;

el que no ha alzado su alma a la falsedad,

ni jurado con engaño.

Ese recibirá bendición del Señor y justicia del Dios con su salvación. (Salmos 24, 3-5)

Nada nos impide siquiera acercarnos a esta invocación bíblica y que hoy constituye el llamado más estruendoso del ecumenismo sincero y creciente entre las iglesias principalmente monoteístas que enseñan iguales preceptos para ser mejores y librarnos de tantas lacras humanas que parecen pétreas.

 

(*) Javier González-Olaechea Franco. Doctor en Ciencia Política, experto en gobierno e internacionalista.

 

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