Jorge Barraza: Catenaccio a la Stamford Bridge

Jorge Barraza

Por Jorge Barraza*

No pongamos el carro delante de los caballos, no situemos la ideología antes que la razón y que la realidad. Congratulaciones al Chelsea, honor al vencedor. Hay que saber ser campeón. Es lo más difícil del fútbol. No compartimos la frase de que “el campeón siempre es el mejor”. No siempre, a veces este juego gambetea a la justicia. La arbitrariedad es parte de su encanto. Pero todo campeón tiene méritos. Muchos.
 
Claro, no brilla este equipo londinense, se defiende sin pudores, suele poner dos líneas de cuatro pegadas delante de su arquero y dos estorbando unos metros antes de la mediacancha. Como planteaba un conservador técnico argentino: “Ocho atrás y dos defendiendo”. El espectáculo que lo pongan otros. No es generoso con el juego en sí. Es un cliente que no consume. El Chelsea entra a un bar, pide un café y se queda tres horas. Ocupa la mesa en la que otro podría gastar el triple. El camarero trina, pero es perfectamente legal lo suyo, se encuadra en el reglamento. Defender no es pecado. Y quien diga que es malo, que lo supere… si puede. Es parte de los desafíos y de las bellezas de este juego apasionante: no alcanza con parecer mejor, hay que rubricarlo en el resultado. Por ello es preciso emplear todo el ingenio y la creatividad para quebrar a un adversario que se cierra atrás y que dice “De acá no me muevo, si querés ganarme, vení y pasame”.
 
Digamos que le han tocado a este Chelsea del simpático Roberto Di Matteo dos tremendas adversidades: 1) tener que medirse en semifinales con el Barcelona, sin dudas el mejor equipo del mundo en los últimos años. 2) Que la final, por cuestiones del azar, se disputara en campo de su rival. Pasó ambos escollos con éxito, algunas virtudes posee. ¿Cuál…? Saber defender, desde luego. Más que eso, saber resistir. Tener el temple para sobreponerse en campos difíciles como el Camp Nou o este Allianz Arena de Munich. Ser paciente, mostrar eficacia en la tal vez única situación de gol que se le presente en un partido. Y muy meritorio el aplomo -en este caso ante el Bayern- para no reventar la pelota en su área sino para salir con la bola controlada, al pie.
 
Este título tiene, además, un componente de reparación histórica. Recordemos la superpolémica semifinal del 2009, cuando el incompetente juez noruego Tom Henning Obrevo ignoró al menos tres penales claros a favor del Chelsea. (La prensa inglesa reclamó cinco y no le faltaban argumentos). Eso permitió que el Barcelona empatara y llegara a la final. Final que después ganó el cuadro catalán. Aquella vez el Barsa tenía un fútbol más agradable, pero en ningún momento logró superar al cuadro azul. Sin ninguna duda, el juez decidió el finalista. Una mancha al fútbol.
 
La final fue de discreta tirando a pobre. Sin luces, sin el jugador que enciende la chispa, que aporta la ráfaga de talento. No lo esperábamos del Chelsea, un ejército de correctos futbolistas. Su rey de oros es Drogba, delantero potente si los hay, ganador. Pero es más en lo físico que en lo técnico, en la fiereza que en el talento. Enfrente cabía esperar más. Apagado Ribery, individualista, empecinado y fallido Robben; demasiado contenido Schwensteiger, aplicado en exceso a la tarea defensiva. Las ilusiones se trasladaban a Thomas Müller. Pero el mejor futbolista joven del Mundial 2010 apareció sólo en el gol. Así las cosas, se dio el conocido juego del que no quiere frente al que no puede.
No entendimos el cambio de Müller en el minuto 86. ¿Heynckes vio resuelto el partido y lo hizo para que se ganara la ovación del estadio…? Dos minutos después Drogba estampó el empate y el Bayern se quedó sin su mente más lúcida. Más negocio para Abramovich y Di Matteo.
 
Aquí vale un alto. El gol de Drogba habría que pasárselo a los chicos en los colegios con el título “EL CABEZAZO”. Anticipo veloz, salto de pantera, perfecto giro del cuello y frentazo pleno, matador. Un gol de manual, como aquel de Pelé a Italia en la final de México ’70. El marfileño le devolvió la vida al Chelsea y merece un monumento en Stamford Bridge, a la entrada del estadio. Es el gol más importante en los 107 años de historia de los azules. Terrible golazo.
 
Arjen Robben, como antes Messi y Cristiano Ronaldo, falló un penal clave. Le pasó a Pelé en la semifinal de la Libertadores de 1965 frente a Peñarol, a Maradona (erró 5 consecutivos en el campeonato argentino, insólito récord negativo), al exquisito Roberto Baggio en la final de Estados Unidos ’94, a Platini, a Zico… El penal es un hecho técnico, pero también sicológico, emocional. Miles de millones de ojos están mirando al ejecutor, que tiene todo para perder y nada para ganar. El arquero, al revés.
 
Laureles para Petr Cech, que merece también un busto en Londres. Tapó dos penales claves: el de Robben durante el juego, y el cuarto de la definición. Tenía que pararlo sí o sí. Y lo paró.
 
Fue un campeón sin brillo el Chelsea; tal vez le faltó épica. Pero hay que respetar al campeón. Aplausos por su insistencia en la búsqueda de esta corona europea tan apetecida, la que consagra definitivamente a un club como grande. Dio pelea. Y siempre que lo tuvieron groggy supo sacar un gancho al hígado de los rivales. Todos parecían ser más que el Chelsea, ninguno lo pudo demostrar. ¡Salud, campeón…!
 
*Ex articulista de El Gráfico y director de la revista Conmebol, (a) International Press.

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