(ARTÍCULO PUBLICADO EL 19 DE FEBRERO DE 2022 EN EL DIARIO EL COMERCIO, LIMA, PERÚ. PUBLICACIÓN AUTORIZADA POR DICHO MEDIO Y POR EL AUTOR)
Sí, otra vez. El pasado 8 de enero afirmé que “el desempeño de la señora Zoraida Ávalos es selectivo, deficiente, tardío e, incluso, inexistente, a pesar de que existen indicios más que razonables en los que sí tiene competencia directa.
El presidente ha participado en reuniones, cuyos resultados inmediatos han sido contratos agraviantes a la razón y lesivos para el país”. Párrafos después, sostuve: “aventurémonos acerca de por qué ella calla tanto y omite más. Preguntémonos a quiénes protege y por qué, y […] dado su silencio y en su tardío andar, o tiene poderosas razones para omitir, dilatar o callar, o padece de amnesia selectiva –olvidando el destino de Blanca Nélida Colán, también entonces atenta al poder de turno–, o porque es inconscientemente autodestructiva”.
Hace cuatro días, el procurador anticorrupción Javier Pacheco sostuvo que hay indicios reveladores y aspirantes a colaboradores eficaces que señalan que la señora Ávalos sería parte de la presunta organización criminal Los Cuellos Blancos del Puerto y que, finalizando el año 2021, elevó al defenestrado procurador general del Estado Daniel Soria “400 páginas de evidencias”.
Las declaraciones del procurador Pacheco son extremadamente graves debido a que quien encabeza el Ministerio Público no puede ser siquiera materia de sospecha alguna. Doña Zoraida ha respondido con un insuficiente “lo rechazo, no pueden probar nada”. Así, y conforme al más elemental razonamiento, la persecución del delito es un valor no negociable, como la libertad, la verdad, la justicia, la transparencia y la rendición de cuentas del ejercicio del poder, entre otros.
¿Qué sociedad civilizada podemos pretender construir si los llamados a perseguir el delito son sindicados como presuntos delincuentes por una autoridad que (supuestamente) actúa en defensa del Estado? Ninguna que consideremos válida y justa. Los valores practicados por una sociedad conforman su naturaleza y determinan su presente y su porvenir. Los ejercidos desde la autoridad deben ser ejemplo a seguir y no antivalores y sospechas que perseguir.
Los libros sagrados nos refieren que los hebreos extendían sus valores desde su sangre a su condición única como el pueblo elegido de Israel. El cristianismo renueva los valores y expande su fe desde las catacumbas, horadando y convirtiendo conciencias hasta conquistar la universalidad de su predicamento liberador y ecumenista. En adición y sin conocer los antecedentes precitados, nuestro pasado prehispánico nos legó la ley de la hermandad, de la laboriosidad y de la cooperación.
Frente a la adversidad y a los cuestionamientos a las autoridades por presuntos delitos, y debido a su profunda pertenencia territorial, dichos valores son practicados por los peruanos más humildes que se socorren ejemplarmente. Acorde con lo anterior, resulta del mayor interés nacional el rechazo activo y militante de la corrupción allanada por la impunidad en los estamentos públicos y privados que permite y retroalimenta el delito.
En adición a las urgentes y necesarias reformas y de todas las cautelas y castigos necesarios, resulta indispensable la valoración social de lo correcto y de lo incorrecto. A las denuncias del procurador Pacheco, por si fuera poco, se suman ahora las presuntos diplomas falsos que habría presentado la señora Ávalos para ascender al cargo que ostenta. Los antivalores nos robaron el pasado y, hasta ahora, el presente.
No podemos aceptar que suceda lo mismo con nuestro futuro, que debe estar signado por la práctica de valores nacionales propios de un proyecto de vida en común liberado de sus lacras.
Sin este matrimonio poligámico de valores nacionales compartidos, no es posible saldar nuestras cuentas y regenerar el tejido institucional, político y social peruano.
Ante la gravedad de las imputaciones no queda otro camino que demandar una aclaración directa de la fiscal sobre sus diplomas y que las “400 páginas de evidencias” sean de conocimiento público sin dilación alguna; ya que, por justicia irrebatible, nos asiste el derecho a la verdad.
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