Luis Fernando Montoya: “Soy feliz viviendo” Por Jorge Barraza

Luis Fernando Montoya

«Profe, disculpe el atrevimiento: ¿es feliz viviendo… viviendo así, digo?», preguntó Barraza.

Jorge Barraza

Habla bien; su voz no es estentórea, aunque sí perfectamente audible y sus palabras transmiten en todo momento un tono positivo y una idea lúcida. El rencor no fue inventado para él. No le pide cuentas a la vida. Ya está. Ni siquiera odia al miserable que lo baleó a quemarropa y lo dejó cuadripléjico para robarle un dinero que acaso se le evaporó esa misma noche.


No sonríe sólo para la foto, sonríe para todo, una y otra vez. Le viene del alma. Y la sonrisa no miente, desnuda el interior humano. El brillo de sus ojos tiene una vivacidad intensa, expresiva. Hace chistes y ríe de sus propias gracias. Es Luis Fernando Montoya, el hombre que logró la hazaña de llevar al humildísimo Once Caldas a la gloria de una Libertadores, un triunfo inmortal. Nunca una hazaña fue más inesperada; en lo único que el Once arrasaba a los demás era en modestia.

El 22 de diciembre de 2004, al regreso de Japón, donde el Caldas disputó la Copa Intercontinental frente al Porto de José Mourinho, aconteció la desgracia. La esposa del técnico campeón de América volvía del banco de retirar 5.000 dólares para donaciones en Navidad, que los Montoya hacían todos los fines de año a niños pobres, y unos “fleteros” (asesinos en moto) la siguieron y al llegar a su casa la asaltaron. Los gritos atrajeron a Luis Fernando, que salió a la puerta a ver qué sucedía y se topó con un cuadro de terror: la tenían apuntada. “Dame la plata”, gritaba uno de los delincuentes. Luis Fernando pensó que le decían a él y echó la mano al bolsillo para darles lo que tenía encima. Uno de los criminales creyó que buscaba un arma y lo acertó con tres tiros. Uno de esos impactos le dio en la médula espinal y lo postró para el resto de sus días. Ni en un cuento de terror.

Quedó en un hilo de vida. Se moría hoy, mañana, “no pasa de esta noche…” Pero se aferró al respirador, quiso seguir. Y lleva 9 años viviendo con sus ojos, con su voz, con su corazón, con la ilusión de un día más, de un tiempo más. Sólo se mueve del cuello para arriba. A nueve años de aquella histórica conquista del Once, lo visitamos en Medellín. Nos acompañó Jaime Herrera, prestigioso colega de El Colombiano, de Medellín, quien escribió el libro con la historia del ‘Profe’, El Campeón de la Vida.


Reside en un lugar maravilloso, un edén. En el municipio de Caldas (vaya coincidencia), subiendo hacia la montaña, casi escondida entre la espesura vegetal, está la finca del entrenador, una amplia y confortable casona, previo riguroso jardín florido y cuidado. Todo luce impecable, de esmerada pulcritud; el jardinero está agachado sobre los canteros; no hay un pastito de más ni una piedrita de menos. Luis Fernando está en su silla en la fresca galería, desde donde domina el paisaje de abajo.

Afortunadamente tiene todo. Hasta dos enfermeras que lo atienden presurosas y su devota esposa Adriana, atenta a todo. Está Luis Alfonso Sosa, el psicólogo de aquel Once Caldas campeón, quien lo acompaña desde ese infausto 22 de diciembre. Y su hijo José Fernando, la luz de sus ojos. El de la foto que recorrió el mundo: ésa en brazos de su padre la noche del título. Entonces tenía 3 años, ahora 12, juega a la pelota y tiene su propia canchita en la ladera del terreno. El padre, desde su silla, lo ve patear.

Luis Fernando Montoya

La pregunta renuente que le hacen a uno cuando vuelve de visitarlo es “¿Cómo está el Profe…?”. La respuesta no puede ser otra: feliz. Se lo ve radiante, exuda felicidad; lo dice con los ojos. Le preguntamos si ve fútbol. “Todos los partidos -responde-, cantidades…” Y ríe como en una picardía.  Recuerda con lujo de detalles cada choque de aquella gesta del Once. “Nuestro objetivo era pasar la primera fase, nada más. Y mire lo que pasó… Eliminamos al Barcelona, luego al Santos, al San Pablo y por último a Boca. Cada vez que pasábamos era un milagro”.


Pero también tiene ocupaciones: da clases de dirección técnica, para lo cual cuenta en su casa con una sala especialmente acondicionada, y es asesor del presidente de Millonarios (lo era con Felipe Gaitán), que lo llamó justamente en el momento de nuestra visita. Su esposa o una asistente le sostienen el teléfono mientras dura la comunicación. Cuentan en su entorno que, salvo el Once Caldas, que lo dejó en el olvido, lo han ayudado mucho, gente del fútbol, de los distintos gobiernos, el entonces presidente de la Conmebol, Dr. Nicolás Leoz.

Es un apasionado de la dirección técnica y trata de transmitir sus experiencias a entrenadores jóvenes. Era un estudioso, un convencido de que, mentalizándose, todo se puede lograr, aún con equipos humildes. Por eso, apenas asumió en aquel Once, pidió que contrataran un psicólogo. “Fue de mucha ayuda para nosotros”, asegura.


Refiere que en aquel inolvidable 2004, cuando le tocó enfrentar al Santos en Brasil, la noche que fueron al reconocimiento de la cancha, se topó con Vanderley Luxemburgo, el famoso técnico brasileño, y le pidió tomarse una foto, como un aficionado cualquiera. “Es que él era un entrenador importante; me dio un poco de vergüenza porque yo estaba algo desaliñado y él estaba muy elegante, con terno y corbata. Pero luego nos tocó eliminarnos”.

Su anécdota preferida es sobre Carlos Bianchi, el técnico de Boca, al que derrotó en la final de aquella Copa. “¡Qué caballero! Vino especialmente aquí a mi casa en el 2007, con su señora y su hija, a pedir disculpas por no haberse quedado en el campo a recibir las medallas de subcampeones. No lo podía creer. Se quedaron un buen rato con nosotros”.

Tiene otra con Gabriel Ochoa Uribe, el DT del recordado América de Cali que llegó tres veces a la final de América. “El doctor es otra persona delicadísima, me llamó para felicitarme: ‘Tu has conseguido lo que yo no pude después de tantos años de luchar por ese objetivo’, me dijo. Es que Ochoa es el técnico que más dirigió en la Libertadores”.

Antes de irnos juntamos fuerzas para hacerle la pregunta más incómoda: -Profe, disculpe el atrevimiento: ¿es feliz viviendo… viviendo así, digo?

-Soy feliz viviendo, disfruto de cada momento. Quería vivir para ver crecer a mi hijo, y lo estoy logrando.

Lo único que lamenta, seguramente (aunque no lo dijo), es no poder abrazar a su hijo. Sus palabras son un cachetazo al conjunto de tilinguerías y banalidades que suelen hacernos infelices. Si él disfruta de vivir, todos debiéramos poder hacerlo.


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