Entiendo por ‘razón’ la facultad de entender, discernir, comparar y juzgar los hechos y las cosas cuyos resultados deben ser comprobables por evidentes. En el mundo de las ideas políticas parece difícil, pero no lo es, marcar la línea divisoria entre el origen de algo y aquello en lo que se puede convertir o efectivamente se convierte.
En diferentes campos de la vida consideramos ilegítimo e injusto un hecho que al inicio teníamos por legítimo y justo. Ocurre en un simple acuerdo verbal entre dos personas o hasta en un contrato entre varios. En el camino, una parte puede abusar porque siente que tiene suficiente poder, presumiendo que el o los afectados carecen de medios para resistirlo y combatirlo. Así también, un gobierno puede nacer legítimo y devenir ilegítimo e injusto por sus propias infracciones, excesos y abusos.
¿Y por qué ahora me aboco a esta diferenciación que a simple vista arriesga parecer aburrida? Porque se trata de ‘opponitur manifesta’, del día y de la noche, del tránsito de la legitimidad a la ilegitimidad y a la injusticia, toda vez que no existe ni media legitimidad, ni media justicia, como tampoco medio mar.
Así, podemos entender, discernir, comparar y juzgar los hechos producidos u omitidos de un gobierno como legítimos y justos o ilegítimos e injustos, porque son opuestos evidentes. De no hacerlo, estaríamos condenándonos a ser ciudadanos soberanos cuando sufragamos y ciudadanos esclavizados hasta volver a sufragar, si ocurre.
En la historia, hemos gastado toneles de tinta razonando si tal o cual autoridad debía ser reconocida como legítima o, por oposición, ilegítima. Sin remontarme a la antigüedad, el revolucionario pensamiento liberal diferenció el antes y el después entre la legitimad de origen y la legitimad de ejercicio de un gobierno, porque el desprecio por la legitimidad siempre le costó muy caro a la humanidad.
Por eso, hoy no hay doctrina moral, jurídica o política que no distinga con claridad la legitimidad de origen de la legitimidad de ejercicio. Huelga por innecesario citar a cientos de autores para captar la esencia de la diferencia. Me basta la razón deductiva. Si hechos de un gobierno se acumulan y constituyen delitos, la deducción ineludible es que la legitimidad de origen no alcanza para sostenerlo un día más.
En nuestro caso, no basta con ceñirnos al artículo 117 de la Constitución, por cuanto acota a cuatro las causales para acusar al presidente. Una Constitución debe ser comprendida y aplicada conjugando al menos cuatro sustancias: el carácter literal del artículo, la comprensión del espíritu constituyente, el carácter sistémico de la carta – o sea, dicho artículo en correlación con los demás pertinentes –, y la razonabilidad conforme al principio de la primacía de la realidad.
Según Weber, la legalidad es “la sujeción a los preceptos, normas o estatutos vigentes, según el procedimiento usual y formalmente correctos”. ¿Entonces, qué deberíamos hacer si delincuentes organizados llegan legítimamente al poder y continúan delinquiendo? ¿Deben las reservas morales de un país, si las posee, permitir que se consume la destrucción de la democracia invocando la legitimidad de origen también confundida con la legalidad?
Cuando un gobierno deviene despótico y corrupto, y casi todos – por no decir todos – sus actos evidencian que no procura el bien común y que, por el contrario, lo que siembra y cultiva es la mentira, la rapiña organizada, el ocultamiento de pruebas, y se niega a rendir cuentas ante quienes facultados están para requerírselas, su ilegitimidad e injusticia son condiciones irreversibles, insubsanables. No se puede engendrar legitimidad desde credibilidad tan estéril.
No necesitamos tener conocimientos especializados, basta con razonar deductivamente. Transitada la ruta de la razón, huelga ofrecer adicionales fundamentos y correlatos. La cleptocracia gubernamental carece de retorno y de redención.
Ya que muchos representantes ante la OEA evidenciaron padecer de un severo acúfeno ideológico, los invito, apreciados lectores, a enviarles esta sencilla reflexión a los comisionados por venir.
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