Con preocupante frecuencia, los medios japoneses nos informan de accidentes de tráfico causados por conductores de avanzada edad. Muchos culminan en la muerte de transeúntes atropellados. La tragedia, sin embargo, no solo abate a las víctimas o sus familias. También puede cebarse en el responsable del accidente.
En diciembre de 2016, un hombre de 80 años condujo hasta el supermercado de su barrio en la prefectura de Saitama. Al llegar al estacionamiento, vio a una mujer en su camino. Decidió frenar, pero se equivocó de pedal y presionó el acelerador.
El anciano atropelló a la mujer, causándole graves lesiones. La víctima fue llevada a un hospital y sobrevivió al accidente.
El conductor fue arrestado, pero poco después salió en libertad. Fue hallado culpable, pero le impusieron una pena suspendida, salvándose de la prisión efectiva. El seguro cubrió el tratamiento de la mujer, que costó unos 12 millones de yenes (110 mil dólares). Y su licencia de conducir no fue revocada, sino suspendida por un año.
Digamos que, pese a todo, el anciano logró salir a flote: la víctima sobrevivió, no fue a la cárcel, el seguro pagó todo y tras el año de suspensión estaba habilitado para conducir nuevamente.
Sin embargo, después del accidente su vida se derrumbó. El hombre quedó horrorizado por lo que había hecho, revela la revista Shukan Gendai en un artículo recogido por Japan Today.
El hombre no ha vuelto a manejar un coche y no piensa hacerlo jamás.
Ahora es un paria social. Sus vecinos, con los que antes se llevaba bien, lo rechazan. El anciano los comprende. «No puedes hablar, reír y pasar tiempo con alguien que ha hecho un daño como este», dice.
Avergonzado de sí mismo, de que lo vieran, se recluyó en su casa. Y en casa las cosas empeoraron con su esposa. Tensiones, peleas. La mujer lo acusó de que su condición de “criminal” también la manchaba a ella a ojos de sus vecinos.
Finalmente, su esposa lo abandonó para mudarse con su hijo a Tokio.
El anciano dice que lo que más desea es pedirle perdón a la mujer que atropelló. Ella se niega rotundamente a verlo. A casi tres años del accidente, la mujer aún no puede caminar bien.
«Todos los días oro a Buda por su recuperación», dice el anciano.
Ahí no acaban sus problemas. El octogenario no vive en una ciudad grande donde tiene todo a la mano, sino en un área rural. Su casa está a una hora a pie de la estación de tren más cercana. Sin coche, le resulta muy difícil realizar tareas cotidianas como ir de compras. ¿Caminar? Sufre dolores en la parte baja de la espalda y la pierna.
Para complicar las cosas, como ha decidido no regresar al supermercado donde se produjo el accidente (quizá por vergüenza), tiene que ir al súper de un pueblo vecino.
Ahora depende totalmente de los autobuses, pero sus servicios son limitados, lo que restringe su capacidad de moverse.
Su ánimo es sombrío. “No hay esperanza para mí, no hay esperanza en absoluto», dice.
A estas alturas, muchos probablemente dirán: “Tenía 80 años, ¡debió dejar de conducir antes!”.
El hombre condujo durante 60 años. Seis décadas de historial de manejo impecable. Jamás tuvo un accidente. Ni siquiera recibió una multa por exceso de velocidad. Incluso poco antes del accidente, renovó su licencia, tomando una prueba requerida para detectar posibles signos de demencia. La aprobó. Jamás imaginó que podría confundir el freno con el acelerador y arruinar su vida para siempre. (International Press)
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