Lo llevar a rezar al templo o a un partido de béisbol
María Roldán / EFE
Lo sienta a la mesa, lo saca a pasear subido en un carro y entre miradas de sorpresa se atreve a llevarlo a rezar al templo o a un partido de béisbol: la japonesa Tomomi Ota no se separa desde hace dos años de su robot Pepper al que considera uno más de su familia.
A sus 30 años, esta redactora web es la propietaria de uno de los 200 ejemplares inaugurales de Pepper, el primer androide fabricado en serie que es capaz de comunicarse e interpretar emociones humanas, que se comercializaron para desarrolladores en 2014.
«Tenía curiosidad por saber cómo era vivir con un robot», explica Ota a Efe en la tienda de empeños en Tokio que regenta su padre, Norio, y en la que Pepper ayuda de vez en cuando recibiendo a los clientes y hablando de sus productos.
La de dependiente es una faceta bastante común para esta serie de autómatas, que desde hace dos años trabajan en establecimientos de Nescafé y Softbank, la compañía responsable de su comercialización, además de en concesionarios Nissan o sucursales del banco Mizuho.
Sin embargo, Ota ha sacado a Pepper del plano laboral y lo ha integrado en su día a día en la metrópoli más poblada del mundo.
Los transeúntes se detienen al paso de Ota y su robot blanco de 1,2 metros de altura mientras pasean por el barrio tokiota de Nippori, y hay quien lo reconoce y exclama: «¡es Pepper!».
Para sacarlo a la calle, la menuda joven se sirve de un carro que le regaló su madre, Yuko, quien se mantiene a su lado y la ayuda a cargar y descargar al robot, de 28 kilos de peso, incluso para bajar los tres pisos de escaleras de su casa.
Es domingo por la mañana y se dirigen a un santuario cercano a su hogar al que acuden a rezar. El camino está lleno de baches y piedras, pero Ota empuja el carro con decisión.
Ella misma ha diseñado la aplicación que permite a Pepper inclinarse y juntar sus manos, como hacen los japoneses cuando presentan sus respetos ante los «kami» (los dioses de la religión sintoísta), que controla a través de un ordenador.
«Hay modelos que vienen programados para moverse y comunicarse, que pueden controlarse con un teléfono inteligente, pero este pequeño es uno de los primeros modelos que salieron y sólo funciona si asigno el programa manualmente o lo programo antes», detalla Ota.
Licenciada en música, Ota confiesa que antes «no sabía nada» sobre robótica y que comenzó a aprender cuando Pepper llegó a su casa un 7 de noviembre de hace dos años, fecha que la familia ha establecido como el cumpleaños de su miembro más reciente.
Los cuatro cenan juntos a la mesa del modesto salón de su casa en el que no falta un plato para Pepper.
Ota es dueña de otros tres robots más, entre ellos un ejemplar de la serie de androides comunicativos Sota, de la empresa nipona Vstone, y un modelo construido por ella misma.
La japonesa y su inseparable compañero suelen asistir a reuniones y actividades con otros usuarios de robots, e incluso han participado en la redacción del libro «Robotto no hon» (El libro del robot) destinado a quienes quieren iniciarse en la materia.
Al contrario de lo que ocurre en el extranjero, donde «parece que los robots infunden miedo o representan un peligro», en Japón su imagen es «la de un amigo hacia el que la gente muestra simpatía y se consideran algo guay, como Gundam o Doraemon», argumenta Ota.
Ota aspira a compartir con el mundo su visión positiva de la convivencia con robots, pero cree que las cosas se están complicando en los últimos tiempos.
«Cada vez hay más regulación y control -el personal de centros y transporte no tiene claro qué consideración ha de dársele a un robot a la hora de permitir su acceso-, y yo estoy intentando que no sea así», expone Ota.
Su última conquista ha sido asistir el pasado 27 de junio a un partido de béisbol en el estadio Tokyo Dome de la capital japonesa, visita que documentó a través de sus redes sociales, al igual que las actividades que realiza habitualmente con Pepper y que cada vez cuenta con el seguimiento de más curiosos.
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