Por Jorge Barraza*
Una semana atrás, el diario deportivo Olé, un rotundo éxito periodístico en la Argentina, suprimió en su página de Internet los comentarios de los lectores, que aparecían debajo de cada artículo. Salían en dos formas, como correos electrónicos que uno podía enviar o bien a través del Facebook del periódico. “Fue una decisión editorial a raíz del nivel de agresión a que llegaban los lectores”, nos explica Andrés Pando, un joven redactor de la edición digital de Olé. “Había muchos reclamos por las cosas que se ponían, que generaban peleas, y se decidió levantar el espacio. Es una medida transitoria de todos modos. Se está viendo de qué manera se podría mantener, con filtros o sólo mediante el Facebook, que al menos tiene cierto nivel de identificación de quien manda el comentario”.
Es una pena. La visión del público sobre una noticia suele ser tan interesante o más incluso que la propia noticia. Es una debilidad humana: a todos nos fascina la opinión. Desde luego, si esta es sesuda, mesurada, analítica, conceptual. Es decir, si nos enriquece. Pero ocurre que la mayoría de los mensajes son agresivos, infamantes, soeces, desubicados. En los días que se juega la Eliminatoria, además, entran a jugar los nacionalismos más acérrimos y los correos llegan a un nivel de intolerancia y bajeza inaudito.
Estos foros nacieron como espacio de debate, y para darle cabida al lector, pero ya no generan exposición de ideas sino un cúmulo de vulgaridades dañinas que finalmente afean la imagen del diario, que, de última, es el transmisor de esas barbaridades. Lo peor: que quienes los envían lo hacen desde el anonimato.
Da vergüenza ajena. Uno se pregunta ¿en qué país vivimos? ¿cómo somos en realidad? Pero, atención: no es sólo un problema de Olé o de la Argentina. Sucede en todos los periódicos y en todas partes. Olé tomó una resolución sana. En su edición de papel sí mantiene una página destinada al Correo de Lectores. Pero allí está el tamiz de la redacción, que publica los más “normales”.
Justamente en la edición impresa, se publicó el jueves una carta de un lector, Guillermo Natch, diciendo textualmente: “Felicito al diario por haber sacado los comentarios en la web. Eso era, como mínimo, un foco de violencia”. No fue el único en tal sentido.
La inmensa mayoría de la gente no tiene la posibilidad de poder opinar periodísticamente en un medio. Pero había recibido la gracia de tener una tribuna para aportar un trozo de opinión. La perdió. Una lástima pues hay gente que sabe y opina bien, constructivamente.
Lo curioso, o insólito, es que ese mismo público que inunda las páginas de Internet con agravios e insultos (en el anonimato), reclama del periodista “que dé la cara”, que sea un profesional serio, intachable, criterioso, justo, imparcial, honesto, educado, talentoso y, si es posible, que arriesgue su vida denunciando corruptelas y sobornos y desenmascare mafias. O sea, no sólo que lo mantenga informado las 24 horas del día, también que sea en cierta forma un héroe civil.
Es curioso, los lectores (siempre hablando de una mayoría, no todos desde luego), se muestran como la antítesis de lo que reclaman a los hombres de prensa.
«¿Por qué no hablan los periodistas de lo que pasa con los árbitros…?», gritaba un futbolista desde dentro del vestuario hacia los cronistas que esperaban como colegiales afuera, con su libretita y su grabadorcito. ¿Y por qué no habla él…? Santiago Segurola, director adjunto del diario Marca, de Madrid (una referencia del periodismo deportivo mundial), admitió, hace un par de días, que los jugadores del Real Madrid no le conceden una entrevista a ese medio desde hace dos años. Y eso que Marca es casi un vocero del club merengue y apoya a todos sus jugadores de manera irrestricta, los ensalza. Los protagonistas exigen que la prensa diga lo que ellos quieren decir. Pero ellos no atienden al periodismo. Y guay con que a alguno se le ocurra darle una nota al diario; el «grupo» no se lo perdonaría.
«Es una forma de control y de castigo de los clubes hacia los periodistas», dice Segurola. Disentimos, no son los clubes, son los futbolistas. Ahí nace todo. Ellos mandan; los técnicos les temen y los dirigentes les tienen pánico. Todo porque, según el latiguillo que echaron a correr, «ellos son los que juegan». Claro que también los árbitros podrían decir que «ellos son los que dirigen» y los hinchas argumentar que «ellos son los que pagan». Y así con varios estamentos más.
Jugadores, entrenadores y dirigentes ignoran a los periodistas. Luego, cuando les interesa hacer un anuncio, dan la orden: “Llamen a conferencia de prensa”. O sea, los usan como profilácticos.
“Estoy cansado de las mentiras de ustedes, los periodistas”, les disparó Claudio Borghi a los colegas chilenos el 19 de octubre pasado en una rueda de prensa, porque se rumoreaba su renuncia o un alejamiento forzado de la selección roja. El 14 de noviembre fue despedido sin más. De modo que no era descabellado hablar sobre una posible salida. Se olfateaba en el ambiente. Y el cronista no tiene otra que preguntar. Pero Borghi prefirió atacar a los mensajeros.
Las ruedas de prensa son un invento de los últimos años, unas lavativas en las que no se dice nada. Y a quien hace una pregunta mínimamente incómoda se lo amonesta desde el púlpito.
Pero nos estamos yendo hacia el banderín del córner. El tema eran los lectores, que estaban en posición fuera de juego y les levantaron la banderita.
*Ex articulista de El Gráfico y director de la revista Conmebol, (a) International Press.