Jorge Barraza: “¿Los presidentes son de palo…?”

Jorge Barraza

Por Jorge Barraza*

¿Quién fue más grande, Di Stéfano o Bernabéu…? La respuesta surge instantánea: “Di Stéfano, que hizo como 300 goles en el Madrid”. No hay presidentes de clubes ídolos, los héroes del público visten de pantalón corto. Y es lógico, son los actores del juego. La gente admira a Robert De Niro, no a Steven Spielberg. Pero la respuesta también está estimulada por la astucia declarativa de los futbolistas, que durante décadas fueron instalando la idea de que el dirigente “nunca jugó a la pelota”, “no sabe nada de fútbol”, “no tiene palabra”, “sólo está para figurar”, “lo único que le importa es el negocio”, tienden todos los mantos de sospechas posibles sobre la dirigencia y propalan sin pausas manidos latiguillos como “la gloria es obra exclusiva de los jugadores” (a pesar de los dirigentes), “los que ganan y pierden son los jugadores” y “la parte más noble del fútbol” son ellos…


Ahora bien: ¿quién contrató a Di Stéfano?, ¿quién hizo el estadio del Real Madrid?, ¿quién consiguió los recursos para mantener en el tiempo al club y llevarlo al plano de grandeza que hoy goza…? Don Santiago Bernabéu, sin duda. Con una diferencia: no cobraba por sus servicios.

Cuando Bernabéu asumió en 1943, el Madrid ostentaba dos títulos ganados, en 1931 y 1932. En sus 35 años de presidencia logró 16 ligas de España, 6 Copas del Rey y 6 Copas de Europa. Al menos el estadio, para el cual compró el terreno y levantó escalón por escalón, luce su nombre en lo alto de la fachada. Es justicia.

“Tenía que verlo por un tema de un jugador, era un fin de semana sin fútbol y se había ido a pescar. Pero yo necesitaba volver a Montevideo urgente, así que averigüé donde estaba y fui a verlo. Lo acompañaba su esposa, doña María. Quedé impresionado por la ropa que usaba, la modestia con que vivía Bernabéu, el presidente del club más prestigioso del mundo”, contó José Pedro Damiani, histórico titular de Peñarol. Él también entregó la mitad de su vida al club aurinegro.


Siendo honesto, hay que estar bastante loco para asumir la presidencia de un club de fútbol en la actualidad. Se deja la familia, se pierde salud, se desatiende el trabajo o los negocios particulares y lo que se gana, por regla general, es desprestigio y amarguras.

Un gran amigo, presidente de club pocos años atrás, lo sostenía económicamente buscando recursos todo el tiempo, su oficina era un desfile permanente de jugadores (siempre con peticiones, “el carro para mi mujer”, “que me cambie el apartamento”…), entrenadores (“necesitamos un vuelo charter”, que “necesito refuerzos”…), periodistas, empresarios, etc. Vivía para el club. Hasta pasaba los sábados a las 12 de la noche por la concentración para constatar si los jugadores estaban durmiendo.

En su gestión lograron dos campeonatos, pero en cinco años envejeció diez. Una noche, después de una derrota como local, todo el estadio lo insultó a coro. Debió refugiarse en el vestuario del árbitro y esperar hasta las tres de la mañana para salir, disfrazado de policía. “Hermano, no puedo soportar esto, me voy del fútbol y no vuelvo nunca más”, confesó al día siguiente. No volvió.


Algo semejante nos contaba un ex titular de Racing de Montevideo: “Ni que me apunten con un revolver aceptaría ser presidente de nuevo. Me amargué la vida, me peleé hasta con mi familia por Racing, me cansé de poner plata. Los jugadores se llevan todo, con los técnicos no podés ni hablar, los empresarios te vuelven loco, la gente te insulta. Al último no quería ni ir a la cancha a ver los partidos, estaba hastiado, no veía la hora de terminar mi mandato e irme”.

“No niego que haya dirigentes que se aprovechan del fútbol para hacer negocios -dice Eduardo Ache, presidente de Nacional de Montevideo-. Pero la inmensa mayoría lo hace por pasión, por amor a su club”.


Vitamina Sánchez, técnico argentino a cargo de un equipo chileno, dice estar feliz en Universidad de Concepción porque “el presidente no se mete para nada. No como en la Argentina, donde todos creen saber de fútbol y te preguntan ¿por qué no juega este?”. Faltaría aclarar que una cosa es  entrometerse en el trabajo de un profesional y otra distinta recabar informes o pedir explicaciones. El presidente de General Motors, la empresa más grande del mundo, se somete mensualmente al escrutinio de los accionistas. Que no saben de automóviles, pero que son quienes sostienen con sus capitales el andamiaje de la compañía. Y si los argumentos del ejecutivo no son convincentes, lo destituyen y ponen a otro.

“Yo prometo trabajo, no resultados”, dice un brillante eslogan impuesto por los entrenadores. Luego, si pierden 7 partidos seguidos y los echan, señalan “el presidente no tuvo coraje para respaldarnos”. Pero el presidente se debe a los socios e hinchas (sus accionistas), que claman por un cambio de conducción. “Somos el fusible”, dicen los DT. Lo cual es natural. Cada club compite con un objetivo: ser campeón, tener una buena campaña, salvarse del descenso. Si la meta no se logra, es lógico intentar variar el rumbo… En la Argentina, los corrillos del fútbol (bastante bien informados) cuentan que un técnico del Nacional “B” -segunda categoría- cobra un millón y medio de dólares al año. No se lo ofrecieron, lo pidió él. Es sensato suponer que si no consigue subir no le renovarán el vínculo.

“Si los dirigentes quieren saber cómo forma el equipo, que compren el diario”, decía Roberto Fleitas, excelente amigo y magnífico conductor de aquel Nacional campeón de América y del mundo en 1988. Un hombre de acero que no permitía intromisiones. Pero exageraba Roberto. El directivo nombra un gerente (el DT) y tiene derecho a analizar con él la marcha del equipo.

“Que el dirigente me pague 600.000 dólares por año, que me traiga refuerzos importantes, que me dé todas las comodidades para trabajar y que no me ponga plazos. Ah… y que venga al camarín a apoyarnos cuando perdemos”. Los cinco requisitos indispensables de un técnico de fútbol.

*Ex articulista de El Gráfico y director de la revista Conmebol, (a) International Press.

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