Jorge Barraza: Grabado en el alma

 
Jorge Barraza

Por Jorge Barraza*

El hombre, antes que periodista, fue niño. Y fue hincha. Este cronista no es la excepción.


Después de 37 años de incursionar en esta cuerda del periodismo, uno tiene un orgullo invicto: seguir siendo tan amante de Independiente como el primer día. Es decir, tan hincha del fútbol como se pueda serlo. (Perdón al lector por la revelación, por la primera persona del singular). Debo confesarlo con rubor: es posible que ni como esposo ni como padre ni como hijo ni como ciudadano ni como periodista haya tenido la nobleza que sí he observado en mi carácter de hincha. En ello mi foja es inmaculada: nunca un doblez, jamás un renuncio, broncas pasajeras, amor eterno.

El 10 de noviembre de 1963 asistí por primera vez a la cancha de Independiente, un estadio viejo y feo que para mí era un templo. Entré a un mundo fascinante que desde esa tarde me atrapó por completo. Era un choque frente a River en el que casi se definía el campeonato. Al volver a casa mi mamá nos preguntó: “¿Y… cómo les fue?”. Ganamos 2 a 1, dije, envalentonado. Ya era hincha. Y todo lo que había hecho en el estadio fue juntar tapitas de Coca Cola, mirar los carteles publicitarios, ver por primera vez de cerca la multitud.

Después de acumular títulos en serie y ser un club modelo, con 100.000 socios y siete sedes, algunas de ellas enormes, caímos en un pozo de profundidades submarinas. Y pasamos a ser sufrientes devotos, meros evocadores de un pasado glorioso.


Pero nunca le aflojamos a Independiente. Y este miércoles tuvimos la recompensa del sediento que halla un pozo de agua fresca: Independiente campeón de la ascendente Copa Sudamericana.

Miles de cintas blancas caían desde lo alto de las tribunas, el humo rojo invadiendo el aire y el espacio, los brazos de 40.000 hinchas eufóricos agitándose nerviosamente felices, centenares de banderas flameando, el griterío y los cánticos atronando. Y apareció Independiente en el campo vestido de llamativo azul rodeado por decenas de mascotitas, todas con el reglamentario equipito rojo. Estruendoso, colosal, apoteósico. Todo el orgullo de la gran historia roja estuvo expresado en ese recibimiento fantástico, inolvidable que su gente le tributó al siete veces campeón de América.

“Aunque nos lleven la contra… todos los cuadros demás… será siempre Independiente el orgullo nacional…” El canto bajaba con furia, con amor incondicional.


Pasaron cuatro días y los hinchas aún se dan cachetaditas para comprobar si están despiertos. Exactamente dos meses atrás el universo rojo era patético: último en el torneo local, con 50 millones de dólares de deuda, una dirigencia cuestionada, el estadio a medio terminar, sin técnico y un plantel devaluado, totalmente desmoralizado. De pronto… campeón de la Sudamericana y clasificado a cuatro copas para el 2011. Con un agregado increíble: Racing, el eterno rival, entraba a la Libertadores como quinto representante argentino por suma de puntos en la temporada. Pero al coronarse en la Sudamericana, el cupo pasó a manos de Independiente. Por eso el otro cántico: “Racing, decime qué se siente… que la Libertadores, la juegue Independiente…”

Los milagros existen. Al menos en fútbol. La mística no es un cuento. La grandeza y la historia tampoco. Son cuatro elementos intangibles que adquieren un peso específico determinante. El hincha hizo todo lo que estuvo a su alcance para que el equipo no decayera. Le impuso la obligación, lo impulsó, lo sostuvo con su aliento. El recibimiento en la final fue algo para recordar toda la vida.


Para peor, le tocaron los tres mejores equipos de la competencia: Defensor Sporting (campeón uruguayo), Tolima (dominador del fútbol colombiano en los últimos dos años y medio) y Liga de Quito, al que no hace falta explicar. No fue mejor que ninguno, sin embargo los pasó a puro corazón.

Es posible ver jugar muy mal al club querido; incluso verlo perder domingo tras domingo; y es lógico que el corazón se aflija. Pero llega el partido siguiente y el breve suceso de ver brotar del túnel la camiseta amada nos hace olvidar todo lo anterior. Reaparecen, flamantes, la ilusión, el cariño, el orgullo pleno.

Sucede que en apenas un instante -medido en segundos- nos atropella el pasado, lo que somos. Se nos vienen encima la niñez, las raíces, el Viejo, los amigos, el barrio, el sentido de pertenencia, las genialidades de Bochini, las trabadas machazas de Navarro, las salvadas milagrosas de Pavoni, los goles de Yazalde, las siete Copas Libertadores, ¡Aquel campeonato que ganamos con ocho hombres! La paternidad sobre Racing… El 6 a 0 al famoso Real Madrid del año 53 que nosotros no vimos, pero que con asombro oímos relatar a los mayores. Erico, Grillo, De la Mata, Sastre, Bertoni, Burruchaga, Agüero, Forlán, Milito…

Toda la gloria centenaria resumida en esa salida al campo. Toda la historia personal compactada en un film de 30 segundos; el ayer restaurando mágicamente el hoy, maquillándolo hasta dejarlo bello. El tiempo ido devolviendo la fe, reavivando la llama votiva.

Es el insondable misterio del hincha y su club, un pacto inviolable grabado en el alma.

(*) Columnista de International Press desde 2002. Ex jefe de redacción de la revista El Gráfico.

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