Mar Marín / EFE
«Prueben que soy corrupto e iré caminando a la cárcel». Así defendía Luiz Inácio Lula da Silva su inocencia cuando ya estaba cercado por la Justicia y la caída del «hijo de Brasil», como quedó bautizado en una película sobre su vida, era imparable.
Lula encarnó hasta hoy, cuando a su historia se agrega una condena en primera instancia a 9 años y medio de prisión por corrupción pasiva y lavado de dinero que aún puede ser revertida, el sueño de millones de brasileños.
Logró salir de la miseria, estudiar, liderar un sindicato y alcanzar la Presidencia.
Una historia de novela con un triste final para un hombre que durante décadas enarboló la bandera de los trabajadores y la igualdad social, y convenció al mundo del éxito de su «revolución» pacífica.
Nacido en 1945 en el estado de Pernambuco, en el empobrecido noreste, Lula emigró con su madre y sus siete hermanos a los alrededores de Sao Paulo siguiendo los pasos de su padre, un campesino analfabeto y alcohólico que tuvo 22 hijos con dos mujeres, Lindú, la madre del expresidente, y su prima.
Conoció a su padre cuando tenía 5 años, vendió naranjas y tapioca en las calles, a los 15 empezó a trabajar como tornero y poco después se acercó al movimiento obrero y llegó a presidir el poderoso sindicato metalúrgico.
A comienzos de los años 80, en los estertores de la última dictadura militar brasileña, participó en la fundación del Partido de los Trabajadores (PT) con políticos e intelectuales de izquierda.
En 1986 se convirtió en el diputado más votado del país y comenzó a acariciar el sueño presidencial, aunque le costó cuatro intentos: 1990, 1994, 1998 y 2002, cuando finalmente lo logró, pero no con la imagen de barbudo sindicalista que le había hecho popular, sino con un estilo más diplomático y depurado y una estrategia de marketing político -«Lula, paz y amor»- que poco tenía que ver con la lucha obrera.
«Ayer, Brasil votó para cambiar. El brasileño votó sin miedo de ser feliz y la esperanza venció al miedo», dijo en su primer discurso como presidente electo.
«Si al final de mi mandato cada brasileño puede comer tres veces al día, habré cumplido la misión de mi vida», prometió.
Su experiencia como militante y su condición de «animal político» le permitieron esquivar los casos de corrupción de su primer mandato, como el Mensalao, que se llevó por delante a parte de la cúpula del PT.
«Nadie tiene más autoridad moral y ética que yo para transformar la lucha contra la corrupción en bandera, en una práctica cotidiana», afirmó en 2005, en medio del escándalo provocado por el pago de sobornos a parlamentarios.
Entonces, con un PT golpeado, Lula no tuvo empacho en mirar hacia el centro y la derecha, sus antiguos adversarios políticos, en busca de apoyos para renovar su mandato, en 2006.
«Vamos a hacer lo que tiene que hacerse. ¿Saben por qué? Porque cualquier otro podría errar. Yo no puedo», solía repetir.
Se mantuvo en el poder durante ocho años en los que logró sacar de la pobreza a 28 millones de personas y convenció a propios y extraños del milagro brasileño y de que, por fin, el gigante suramericano había conseguido dejar atrás la sentencia de que «Brasil tiene un gran pasado por delante», para convertirse en el país del presente y el futuro.
Dejó el Gobierno con 87 % de popularidad, transformado en el político más valorado de Brasil -un récord difícil de superar por cualquier mandatario del mundo- y se dio el lujo de elegir a su sucesora, su ahijada política Dilma Rousseff, prácticamente desconocida para buena parte del electorado, y llevarla a la Presidencia.
Se convirtió en un personaje de película con «Lula, el hijo de Brasil», estrenada en 2009 y que figura entre las más caras de la historia del cine nacional.
Como expresidente, logró mantener su popularidad intacta en los primeros años, hasta que la crisis y el desgaste hicieron mella en Rousseff y empezaron a multiplicarse los escándalos de corrupción que salpicaban a todos los partidos políticos, especialmente al PT por su condición de gobernante.
El «Lava Jato», la investigación de la monumental trama de desvíos de Petrobras, golpeó al Gobierno de Rousseff, al PT y alcanzó a Lula.
La imagen del expresidente sacado por la fuerza de su casa por la Policía y conducido a declarar a una comisaría, en marzo de 2016, sacudió al país.
Con la crisis como telón de fondo, los viejos aliados del PT se volvieron en su contra y el aislamiento político de Rousseff allanó el camino para un proceso que terminó con su destitución el 31 de agosto.
Poco antes, Lula quiso entrar en un gobierno que tenía los días contados, en una maniobra que frenó la Justicia y fue interpretada como un intento de conseguir inmunidad frente a las acusaciones en su contra.
Durante todo este tiempo, ha defendido su inocencia y ha denunciado incluso un pacto «casi diabólico» de jueces, policías, fiscales y prensa para evitar que pueda volver a competir por la Presidencia.
«Hablo como ciudadano indignado. Tengo una historia pública conocida. Solo me gana en Brasil Jesucristo», llegó a decir.
Pocos podían imaginar que el «hijo de Brasil», a quien Time le dedicó una portada como el líder más influyente del mundo y diarios como Le Monde o El País nombraron «Hombre del año», tendría este triste final político.
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