Venancio Shinki, cazador de imágenes (1932-2016)

Testimonio del destacado pintor nikkei sobre su obra y su vocación artística

Foto: Álvaro Uematsu

Venancio Shinki Huamán, uno de los grandes nombres de la historia del arte peruano, nos dejó el jueves 17 a los 84 años. En International Press lo recordamos reproduciendo una entrevista que nos concedió hace varios años para hablar sobre su arte y evocar su infancia en el norte chico peruano.

EL ARTE, UN SACERDOCIO


Yo no le doy mucha importancia al reconocimiento. Cuando el año pasado me hicieron un homenaje, me preguntaron qué cosa sentía con eso. Dije: “Yo simplemente hago mi trabajo lo mejor que puedo”. Me siento en el fondo halagado, pero nunca busco el halago. Mi carrera está hecha en base al amor a la profesión, al arte.

Tú podrás preguntarme: ¿alguna vez has encontrado tu gran obra? Yo jamás voy a decir: “Esta es mi gran obra”. No puedo decir eso. Algunos colegas sí se jactan: “Esta es mi obraza”. Yo no soy capaz de eso, creo que voy a morir porfiando, intentando hacer lo que se llama –sin ponerle intención de pedantería– la gran pintura de Shinki, lo máximo en lo mío. Yo sigo trabajando, ya llevo más de 50 años pintando. No sé si lo lograré, pero lo lindo es que todavía tengo vida para seguir intentando hacer algo realmente bueno.

He puesto sinceridad y terquedad en el trabajo, lo que debe poner en su vida profesional un artista. André Malraux lo dijo bien claro: “Un artista tiene que tener una dosis de egoísmo”. Pero no hablo de un egoísmo sucio, sino de un egoísmo que defiende su carrera, su pasión. Hay que trabajar con una dosis de pasión y de valentía. Malraux pone como ejemplo el caso de Goethe. Él se hizo famoso siendo egoísta, y por ser famoso los familiares iban a visitarlo; a él le indignaba que le quitasen tiempo. Él no se sentaba con la visita, la dejaba sentada y paraba dando vueltas y vueltas, para que se aburriera y se mandara mudar. Esta actitud de Goethe hizo que se hiciese conocido como un tipo déspota. Malraux dice que si Goethe no hubiese asumido una actitud de esa naturaleza, no nos habría dejado tantas obras extraordinarias como Fausto. Y dice: “Mejor es tener un Fausto que tensión con un primo (risas)”. Genial. Algo de eso sucede conmigo. Por eso le digo constantemente a mi mujer: “No, no quiero otra reunión, me quita tiempo”. A veces cuando vienen mis hijos, tienen que llamar por teléfono. Ellos mismos me dijeron: “Papá, es una vaina para estar contigo, tenemos que pedir audiencia (risas)”. Qué voy a hacer, esa es mi vida.


La carrera de un artista es una actitud ante la vida, como el sacerdocio. Hay que tomarlo con entereza, con valentía, con esa dosis de la que te hablo de egoísmo, defendiendo lo que haces. Normalmente cuando estoy bien, yo no tengo domingos. Cuando me dicen: “Mañana es feriado”. ¿Feriado? ¿Qué cosa? Me llama la atención que haya feriados, que es día de descanso. No, no, para mí no existe feriado, es un día más que Dios nos ha dado. Hay que trabajar. Punto.

“TIENES QUE TRABAJAR EN LO TUYO”

Yo lo hice todo por amor al arte. Jamás pensé que alguna vez yo podría vivir de la pintura. Eso ni pensarlo. Cuando estaba en la Escuela de Bellas Artes, conforme avanzaba y me metía más en el corazón del arte, le vendí la tienda de Manco Cápac1 a un nisei. Me quedé libre de la atadura de la tienda y me dediqué exclusivamente al arte. No tenía ninguna seguridad, por eso digo que hay que tener un poco de locura.


Egresé de la Escuela de Bellas Artes. Todos me alababan y uno cuando es muchacho se la cree (“yo soy bacán”), pero no veía nada. No me importaba tampoco. Ya había vendido la tienda y tenía que defenderme. Me metí como profesor, como dibujante en Expreso, de ahí me fui a trabajar al Ministerio de Industria y Turismo. Los jefes me conocían. “Shinki –me decían– ¿qué haces tú acá?”. “Yo vengo acá para ganar alguito; si tú me compras una pintura, bacán”. Y se reían. No todos los días había trabajo. Llegó un momento en que no había nada que hacer. Me ponía a dibujar, pero está mal que uno dibuje en el centro de trabajo. Entonces hablé con mi jefe: “¿Hay algo que hacer aquí?”. “No”. “Entonces firma mi papel de salida, porque yo soy hombre de trabajo. Me voy a mi taller”. Entonces lo firmaba y me iba contento a trabajar a mi taller. Trabajaba poquísimo y ganaba el mismo sueldo, y eso me dio vergüenza. Tanta vergüenza que cada vez que recibía la plata, me decía: “Estoy estafando al Estado. Esto no puede ser”.

Tenía una amiga artista boliviana, famosa mundialmente, Marina Núñez del Prado. Me encuentro con ella y le cuento esta anécdota. Me dice: “Ay Shinkicito (así me trataba ella), ¿sabes qué cosa? Hay un error de tu parte. Tú no confías en ti mismo, tienes que confiar en ti mismo. Tú tienes que trabajar en lo tuyo”. Al día siguiente renuncié al Ministerio y me fui. Entré al taller, estaba feliz. A trabajar. Ahí trabajé, uff, cuántas horas. Lindo, lindo. Poco a poco fui haciéndome conocido. Ganaba casi todos los concursos que había en esa época.


EPIFANÍA EN NUEVA YORK

Estaba en Nueva York con un amigo, Carlos Dávila. Caminamos por museos, galerías, talleres; conocimos artistas. De repente le digo: “Carlos, por qué no me muestras la obra de un artista, joven como nosotros (en ese entonces), y que sea superconocido, superapreciado en este momento en los Estados Unidos”. “Ah, está exponiendo en estos momentos”, me dijo. Entramos a la galería, comienzo a caminar viendo una por una sus pinturas. Me di cuenta, caramba, de que no tenía un punto, una raya, un dibujito, una estrellita, una cosa abstracta, algo, no había nada, era como si hubiese pintado con un rodillo. Ahí pensé: “Si esto es lo máximo que hay, no me interesa la pintura”. Y ahí me puse muy triste porque dije: “Tanto he estudiado, tanto he trabajado, he participado en eventos internacionales representando al Perú, y esto es lo máximo que hay en la plástica neoyorquina, en la capital del arte”. Salimos y le dije a Carlos: “Vete tú por tu parte hermano, que yo me voy caminando solo. Tengo que meditar”. “¿Qué va a ser de mi vida?”, pensaba. Caminé, no sé cuántos kilómetros, muy triste, cuando de repente sentí como una revelación: “Venancio, has venido hasta acá para encontrar un camino, un camino que no está en ninguna persona, sino en ti mismo”. Regresé a Lima, cerré la puerta del taller y no acepté ningún compromiso. Lo que quería era replantearme nuevamente y poco a poco comenzaron a salir mis cosas.

“ESO ME TOCÓ EL CORAZÓN”

“Cazador de imágenes” es una frase que le escuché a don Pedro Espinel. En su época se le llamaba el rey de la polca, era un compositor extraordinario. Cuando lo conocí, yo trabajaba en Expreso. Nos fuimos al Rímac, a comer cau cau a una fonda que conocía el jefe de la sección donde yo trabajaba. La fonda era de un maricón que se llamaba la Faraona, porque una vez al año se vestía de faraona y se paseaba en una carroza por la Plaza de Acho (risas). De repente el jefe mira a la calle y dice: “Don Pedro, don Pedro”. Había reconocido a don Pedro Espinel. Viene y se sienta a mi lado. Para mí era una eminencia, yo estaba nervioso, “pucha, estoy al lado de un genio”. Entonces le sirven el trago común de los periodistas de la época: la lija, que era Inca Kola con ron. Él no tomaba, hizo la finta pero no tomó. Ya estaba viejo. Conversaciones van y vienen, entonces le digo: “Disculpe, quisiera hacerle una pregunta”. “Sí”, me dice. “Dígame, ¿cómo así le salían la música y la letra que pegaron tanto en el ambiente peruano?”. “Ay hijo, en esa época yo escribía el texto, ya lo sabía de memoria. Y miraba al cielo, intuía los sonidos y lo único que hacía era jalarlos y ponerlos en el pentagrama. Yo era en realidad un cazador de imágenes”. Eso me tocó el corazón. Entonces me puse a analizar: “Yo soy como don Pedro, un cazador de imágenes”. Pero no son palabras mías, ya don Pedro está en el cielo y no quiero quitarle sus derechos.

ENCUENTRA TU PROPIO CAMINO

Hay un grupo de viejos y viejas de la comunidad peruano japonesa que se dedican al arte. Una vez les dicté una conferencia, estaban felices. Yo sabía que ellos pintaban mucho copiando unas estampas japonesas. Entonces les dije, muy disimuladamente: “El arte consiste en que uno deja su propia huella”. Yo le decía a un viejito: “Tú eres diferente de esa señora; esa señora es diferente de la otra señora”. Cada uno siente las cosas de diferente manera, cada uno tiene su camino.

Venancio Shinki, de padre japonés y madre peruana, nació en 1932 en la hacienda San Nicolás, distrito de Supe, provincia de Barranca, lugar donde se asentaron muchos inmigrantes japoneses.

PAPÁ EMPERADOR Y MAMÁ CORAJE

Mi padre –don Kizuke Shinki, natural de Hiroshima– era un comerciante, tuvo su tienda en el valle de Pativilca (Barranca), en una hacienda que se llamaba Llamachupán. Yo estaba orgulloso de él. Mi madre –doña Filomena Huamán– era peruana, pobrecita mi vieja, porque en esa época los japoneses eran más machistas que ahora. Ahí donde iba mi papá, iba mi mamá. Todo lo que decía papá tenía que obedecerse, era ley.

Mi madre era una mujer de un temple extraordinario. Era una sombrita de mi padre, pero a su muerte le salió el coraje. Recuerdo la única vez que mi madre le gritó a mi padre. Él estaba moribundo y yo estaba a su lado. Yo sentía que se estaba yendo. Me agarró del brazo y llamó a mi mamá. “No te olvides –le dijo– de que Venancio tiene que seguir estudiando japonés. Ya sabes ah, eso te encargo”. Mi madre se sintió indignada. “¡Qué te has creído tú! ¡Crees que voy a dejar sin estudiar a mi hijo, te equivocas!”, le dijo, gritándole. Yo me quedé frío. En mi vida me había imaginado que mi madre le iba a contestar de esa manera a su esposo, una especie de mito, de gran señor, de emperador.

Me formaron en el colegio japonés con carácter. Me enseñaron a tener rectitud y honradez. Debo mucho a la gente de la colonia japonesa de San Nicolás (Supe), que supieron ayudarme cuando desaparece también mi madre. Mi padre desapareció cuando yo tenía 9 años y mi madre cuando tenía 14. Me acompañó cinco años más, nada más. Y después de ahí, solito. Pero el capo de la colonia japonesa, el señor Isayama, tuvo la gentileza de orientarme, de conseguirme un trabajo en Lima. Él mismo –fíjate en esa caballerosidad– me acompañó en un ómnibus hasta Lima, donde me dejó en la casa del señor Umezaki. Ahí yo aprendí la profesión de fotógrafo. Hice todos mis estudios de noche y mi trabajo de día. Hasta que me independicé y tuve mi propio negocio.

IMÁGENES DE LA INFANCIA

Si hay una cosa que se repite inconscientemente en mi obra son los estanques donde yo pasaba mis vacaciones con mi papá en Llamachupán. Por eso en mi pintura me quedé con el campo, con cerros; después todas son cosas simbólicas.

Tres cosas se fusionan para que salgan mis pinturas: mis vivencias de hace muchos años; el haber estado en los museos más importantes del mundo en Europa, eso me enseñó muchísimo del arte occidental; y muy inconscientemente, el espíritu oriental.

Yo jugaba correteando lagartijas, saltaban de una piedra a otra piedra, yo también saltaba persiguiéndolas, era una cosa muy divertida en esa época. Por mis vivencias se tienen que explicar varias cosas, lo vivido cuando era chico. De eso me di cuenta una vez cuando terminé un cuadro. Estaba por firmarlo. Bueno, ¿qué cosa he hecho acá?, ¿qué cosa he pintado? Voy a analizarlo. Pucha, otra vez salieron los cactus, otra vez salieron las rocas, las lagartijas. Cómo me persiguen inconscientemente estas imágenes de la época de Llamachupán. (International Press)

1Estudio fotográfico que abrió en el distrito de La Victoria

Venancio Shinki con su hijo mayor Hugo (Archivo familiar)
Venancio Shinki con su hijo mayor Hugo. (Archivo familiar)
Con su segunda hija, Titi (archivo familiar).
Con su segunda hija, Titi. (Archivo familiar)
Con su hija menor, Iván. (Archivo familiar)
Con su hijo menor, Iván. (Archivo familiar)

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