«¡Qué sabios aquellos que dedican varias horas de su vida a leer, a hacer deporte, a caminar, a correr, a perder dos horas en un café leyendo el diario…!», escribe Barraza en su análisis.
Nochebuena, faltan segundos para el brindis de medianoche, miramos en derredor de la mesa numerosa y, salvo las abuelas, ya ancianas, todos los demás están atentos a su teléfono celular. Mandan o reciben mensajes, toman fotos, revisan el Twitter… Están mentalmente fuera de la reunión familiar, comunicados con los ausentes y no con los presentes, hasta que alguien pega el grito: “¡Falta un minuto para las doce…!” Entonces dejan el mundo virtual y vuelven al real, levantan las copas y se aprestan a cumplir la tradición.
Tenemos computadora, tablet, smartphone… estamos en Facebook, Twitter, Instagram… utilizamos todo el día WhatsApp, que es tan genial que nos permite llamar a cualquier parte del mundo y hablar ¡GRATIS…! El tiempo que querramos, incluso con mayor fidelidad de audio que una comunicación convencional…
Muy bonito, sí, pero además de la invasión de anglicismos que daña nuestro idioma (una maravilla de la que podemos ufanarnos abiertamente y que debemos defender) comprobamos con inquietud el costado diabólico de la tecnología: parece llegar para solucionar y amenizar nuestras vidas, pero termina apoderándose de ellas. Es lo que, personalmente, llamamos “el riesgo tecnológico”.
Hay algo de cursi en toda esta onda tecnológica: en parte nos subimos a ella para no quedar afuera y no parecer animales primitivos, para que alguien en una reunión no nos ridiculice preguntando “¿Qué, no tenés Twitter…?” Yo, ante ese peligro inminente, abrí mi cuentita de Twitter, modesta ella, con algunos cuantos seguidores, y ya me sentí más cómodo en la jungla tecnológica. El WhatsApp (servicio gratuito de mensajería y llamadas) lo utilizo por su incuestionable practicidad. Pero reconozco ser también un esclavo del WhatsApp. Cuantos más contactos tenemos, más mensajes para responder. Lo bueno es comunicarse al toque con alguien cuando es necesario, lo malo es tener que responder los mensajes en los momentos álgidos en que uno está muy ocupado. Es egoísta pensar así, aunque también real.
Todas estas herramientas tecnológicas y sus distintas aplicaciones tienen un denominador común: la comunicación. Que es hermana melliza de la información. Decía Vicente Blasco Ibáñez, genio de las letras españolas, autor entre decenas de éxitos, de La Barraca y Los cuatro jinetes del Apocalipsis, que el periodismo con sus noticias venía a saciar el más acuciante deseo humano después del hambre: la curiosidad.
“Esté informado las 24 horas al instante de todo lo que acontece en el mundo”, dicen anuncios diversos. Todo parece pasar por estar informado y comunicado. Hay una oferta compulsiva por informar que nos ha transformado en adictos a la noticia. Y, solos, sin que nadie nos mande, por estar prendidos a la información nos restamos tiempo para cosas importantes de la vida como visitar a nuestra madre, leer un buen libro, mirar una película, jugar con nuestros hijos, compartir un café con amigos, ir al gimnasio, hasta dormir una o dos horas más…
…se está perdiendo por priorizar el tiempo en la tecnología. Entonces prima la noticia trivial sobre la reflexión importante. Y daña la capacidad de análisis.
Preguntamos: ¿es necesario estar informado al minuto las 24 horas…? ¿Para qué…? ¿Qué sentido tiene seguir las noticias una tras otra…? ¿En qué nos beneficia…? ¿Para qué debemos estar mensajeándonos con amigos todo el tiempo…? No sólo no nos enriquece, es una soberana estupidez que nos damnifica, nos estropea el día, lo malgasta, nos introduce en un fárrago comunicativo innecesario, nos llena la cabeza de noticias que no necesitamos. Luego escuchamos (incluso a nosotros mismos): “No tengo tiempo de leer, de ir al gimnasio, de visitar a mi madre, de sentarme a ver una buena película…” Tenemos, solo que lo dilapidamos en la maraña tecnológica que nos oprime.
Lo peor es que creemos que por tener todos esos adminículos y utilizar sus diferentes aplicaciones somos modernos y estamos en la cresta de la ola. Es muy al revés: la catarata tecnológica nos mal ocupa, nos estupidiza, nos engorda, nos hace fofos, sentados todo el día ante la computadora, pendientes a cada instante del teléfono, de los mensajes.
Mario Pergolini, conductor de radio y televisión argentino, avisó hace un mes y medio que cerraba su cuenta de Twitter.
-Me pudrió -dijo. La abrió el sábado 7 de noviembre y cuatro días después le puso fin. Ya había acumulado 70.000 seguidores.
–Lo pensé toda la noche… Es un trabajo, una locura. No estoy para eso. Me borré también de Instagram. Es insoportable el tiempo que sin querer le dedicás. ¡Y es tan ridículo!.
Tal cual. Advirtió rápidamente que sería una víctima más de toda esta parafernalia que sirve para bobear todo el día y alejarse de las cosas importantes. Y además para hacerles vender cientos de millones de aparatitos a nuestros amigos japoneses, chinos y estadounidenses.
– Intenté con frialdad hacer un pequeño análisis de todo lo que estaba leyendo y es tan barato, tan sencillo, tan ridículo, de un protagonismo ridículo de todos de creer que somos algo por decir algo, que te juro que dije: ¡¿Cómo pude entrar estúpidamente en eso?! No es ni siquiera útil. No tienen ningún tipo de utilidad. Y, conociéndome, dije “esto me va a llevar a cualquier lado”. Entonces, lo primero que hice apenas me levanté fue borrarlo. Le dije a mi hija: ‘Apretá enter y 70 mil seguidores a la basura… Y también Instagram, ¿qué hago compartiendo mi vida en fotos? Es ridículo. –finalizó.
Lo hemos comprobado en el último Mundial, estando en Maracaná: la mayoría de los periodistas no miraba el partido. Estaban prendidos a sus celulares, a sus computadoras y tabletas. ¡Y luego debían comentarlo…! Primero sentimos que estábamos fuera del mundo, luego recuperamos la cordura: no hay forma de analizar bien un juego sin observarlo detenidamente. Lo mismo ocurre con la lectura, se está perdiendo por priorizar el tiempo en la tecnología. Entonces prima la noticia trivial sobre la reflexión importante. Y daña la capacidad de análisis.
¡Qué feliz el labriego, que vive la nobleza del campo, respira sus aromas, disfruta su paz, ve crecer la vegetación, acaricia a sus animales…! ¡Cuán feliz el pescador en su bote, en contacto con la naturaleza del agua, sin tantas noticias ni mensajes que le abrumen el cerebro…! ¡Qué sabios aquellos que dedican varias horas de su vida a leer, a hacer deporte, a caminar, a correr, a perder dos horas en un café leyendo el diario…!
Incluso a mirar un partido sin estar pendiente de su celular…
(*) Columnista de International Press desde 2002. Ex jefe de redacción de la revista El Gráfico.
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