Por Jorge Barraza
Nervios, tensión, desgaste, estoicismo, bravura, drama, milagro… Esta inolvidable, epopéyica final de Champions en Lisboa, este Real Madrid 4 – Atlético de Madrid 1 es la perfecta explicación de por qué el fútbol es la máxima pasión universal. Justamente por sus inexplicables vaivenes, impredecibles situaciones y vuelcos emocionales. Por qué viajan los reyes y el presidente de un país a ver el partido, por qué lo verán quinientos millones de personas en todo el mundo, por qué cien mil hinchas forman una caravana desde toda España hacia Portugal, con entradas o sin ellas… Este 4 a 1 insólito, sorpresivo, lo explica todo.
De cómo un equipo desesperado, confundido, perdidoso, al que lo espera el escarnio dentro de unos pocos segundos, empata en el minuto 93 y termina ganando 4 a 1, abrazado a una gloria esquiva que se le escabullía de manera irremediable. ¡Qué bonito es este deporte! Aún cuando no se juegue estéticamente (que no se jugó). Quien reclame ortodoxia futbolera, prolijidad, juego atildado y pelota al pie en una final volcánica como resultó esta de los clásicos rivales madrileños, no entiende bien cómo es el fútbol. Uno propone y las circunstancias empiezan a disponer. Y el partido, como si tuviera vida propia, sale solo, se va haciendo de acuerdo a los avatares que entregan las acciones, el resultado, el contexto emocional.
Tampoco hay un argumento sesudo para justificar esta décima corona del Real
Madrid. Pasó de querer contraatacar antes de empezar el partido (deseaba
que le dieran espacios para matar con las corridas de sus aviones de caza:
Bale, Di María, Cristiano y Benzema) a ametrallar el área del Atlético,
cuando ya casi no tenía respuestas futbolísticas elaboradas. Sólo le tiraba
la pelota a Di María para que Angelito despachara centro tras centro a ver
si, por una vez, algún soldado rojiblanco se equivocaba en el rechazo. Si
había un plan previo de cómo llegar al gol, éste fue arrojado a un costado,
como se arrojan al piso las botellas de agua, y el sistema se redujo a
machacar, a meter bala como sea, tirando balones aéreos. En uno de ellos
apareció otra vez la cabeza ganadora de Sergio Ramos para traer a la vida
al Real Madrid. Ya le hacían respiración boca a boca al cuadro de
Ancelotti, ya lloraban las viudas y las comadres; volvió en sí con ese gol
precioso de cabeza, esquinado, de pique al suelo, que ni un magnífico
arquero como Courtois puede impedir. Y después de sobrevivir, cambió los
pañuelos negros de las plañideras por los blancos de la euforia: liquidó a
su oponente.
El club de Santiago Bernabéu y Alfredo Di Stefano invirtió 700 millones de
euros para armar este equipo, el que le diera su ansiada décima conquista
en la Copa de Europa. Y ahora que por fin la consiguió se dirá que es el
mejor del mundo. Porque este es el máximo nivel entre clubes. Sin embargo,
nos preguntamos: ¿le cabe el rótulo? ¿Es el mejor un cuadro que no tiene
una línea definida de juego, que no logra hilvanar una acción con más de
tres o cuatro pases continuados, que lo dominan casi todos los equipos, que
un día contragolpea, otro día ataca…? De momento digamos que es el
campeón. Y esperemos la próxima temporada, parece lo más sensato.
Antes del vendaval blanco del final, mientras tuvo piernas, el Atleti fue
el rival terrible que todos esperábamos. Ocupó bien los espacios y tapó
cualquier resquicio por donde pudiera llegar el gol de su adversario de
toda la vida. El gran secreto de este equipo de Simeone es tener siempre un
hombre más en todas las pelotas divididas. La consigna parece ser “dos con
cada uno”, lo cual logra en base a esfuerzo conjunto, a una conmovedora
solidaridad. Y luego de blindar la puerta, a buscar el triunfo. Que llegaba
una vez más de cabeza, con un nuevo testazo de Godín, ayudado por una mala
salida de Casillas.
En esos primeros 70 minutos de mejor control rojiblanco apareció en su
máxima dimensión un jugador notable, que insólitamente no está en la lista
de 30 seleccionados de España para el Mundial, pese a ser, hoy, tal vez el
mejor futbolista español: Gabi. Hay 11 volantes y no está Gabi, un capitán
extraordinario, sereno, templado, inteligente, bravo, con marca y juego, de
pase casi perfecto. Lo que era Xavi en su momento estelar en el Barsa,
aunque con más combate. Pero Gabi tiene cero márketing y es mediáticamente
ignorado. Es el gran pilar del Atlético, y el día del desafío más
importante en la historia del club, fue la superfigura de la cancha. Se
jugó todo.
Pero ese doblaje al rival tiene un alto costo físico. Y se fue quedando sin
piernas, era puro corazón, defensa heroica. Como en 1974, le faltaron dos
minutos para ser campeón. El destino no perdona al Atlético, le juega sucio.
Cuando Ramos igualó a los 92′ 50” del tiempo regular, podía intuirse que el
Atleti se desmoronaría. A lo sumo podía llegar a los penales. Y aguantando. No lo logró. Di María (el sobresaliente del campeón) armó un jugadón por izquierda, limpió todo el camino y de un zurdazo suyo parcialmente tapado por Courtois llegó el gol de Gareth Bale. Cien millones de euros por ese gol. Fue el final. Los del Cholo se fueron arriba desordenadamente y el Madrid lo perforó con dos contras más.
Faltaba un suspiro para que se diera una historia cenicienta: era el triunfo del obrero, pero ganó el poderoso no más. Más que nunca, billetera mata galán.
*Ex articulista de El Gráfico y director de la revista Conmebol, (a) International Press.
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