Por Jorge Barraza*
De cómo la impronta de un talento ilumina una tarde, erupciona un estadio y eleva las pulsaciones de millones; de por qué un individuo es ídolo de multitudes y cobra toneladas, de eso trata esta nota. Está referida a Wayne Rooney y su extraordinario gol que definió el domingo 13 el clásico de Manchester entre el United y el City. Gol que justificó haber madrugado para seguir el juego. Uno mira partidos y partidos, algunos olvidables, otros normales, pero busca ilusionado como el garimpeiro, espera paciente como el pescador, hasta encontrar una perla como esta que lo justifique todo.
Muchos verán el golazo de Rooney por televisión, repetido por los noticieros, sin embargo, el gol solamente, por genial que fue, no explica nada. “El hombre es él y su circunstancia”, definió Ortega y Gasset. Y hay que narrarla, introducir semejante joya en su contexto.
El Manchester United, líder de la siempre apasionante Liga Inglesa, venía de perder con el colista de la tabla -Wolverhampton- y recibía en Old Trafford a su acérrimo rival, el City, revitalizado desde hace dos años con los petrodólares de un magnate árabe. A fuerza de chequera, el City ha compuesto un plantel importante, logrando desafiar el liderazgo del United. Hinchas fieles y sufridos si los hay, los Ciudadanos están felices como nunca; de ser un club abonado a las frustraciones, agigantadas por los triunfos permanentes de su vecino, pasó a tener un protagonismo inesperado. Y en la primera rueda, con dos goles de Tevez habían vencido a su exitosísimo adversario.
En ese marco, los de Ferguson vencían 1-0 con gol del cada vez más ascendente Nani (el nacido en Cabo Verde y nacionalizado portugués está en un nivel superlativo que nos va obligando a dedicarle una columna exclusiva). Con esfuerzo y fortuna, los Celestes empataron mediante una carambola: pateó Dzeko, el balón dio en la espalda del español David Silva y descolocó al fantástico arquero Van der Sar.
La igualdad atontó en cierto modo a los Diablos Rojos y, cuando promediaba la lid, el City parecía capaz de hacer saltar la banca. Justo en el momento más complicado (por eso algunos tienen guardado el traje de héroes) apareció en su grandísima dimensión el mejor jugador de Inglaterra en décadas. Nani mandó un centro desde la derecha al centro del área, la pelota se elevó demasiado y Rooney, que iba a buscar el cabezazo, debió cambiar en una fracción de segundo; entonces se arrojó en el aire hacia atrás y la pescó de chilena; la empaló de lleno y la clavó en el ángulo izquierdo del confiable arquero Joe Hart.
Un gol que precipitó adjetivos, los amontonó en segundos… Artístico, sublime, salvador, heroico, inolvidable, extraordinario, excepcional, mágico, poético… Es el tipo de proeza por el cual un hincha ama a un futbolista hasta el día de su muerte. El que evocará ante sus hijos y nietos diciendo: “Yo estaba detrás de ese arco, lo grité por dentro una semana entera”.
¡Qué pedazo de jugador, Rooney! ¡Qué fabuloso sería juntarlo con Messi y verlos levantar paredes milimétricas en espacios mínimos!
Por regla general, los grandes de la historia empezaron como atacantes y se fueron retrasando en el campo. Su propia sabiduría los impulsa a bajar, así ganan panorama, entran más en contacto con el balón y, sobre todo, arman y definen. El rudo marinero de Liverpool no es una excepción. El entusiasmo juvenil lo mantenía en el área, la madurez lo fue bajando hasta convertirlo en un futbolista total, que recupera balones, articula los ataques y, cuando las papas arden, también van y marcan el gol del triunfo.
Pero ¡cuidado…! Rooney tuvo un Mundial desafortunado en Sudáfrica. Inglaterra jugó horrendo y el crack no pudo escapar al contexto. Y según la más reciente idiotez internacional, la única variable existente para medir a un futbolista son los 5, 6 ó 7 partidos de un Mundial. Lo anterior o posterior no existe. Como si el juez, dirigiéndose al jurado, dijera: “Ustedes no deben tener en cuenta el antes ni el después, aquí sólo se juzga por el Mundial”.
Un latiguillo del fútbol señala: “Ese partido lo ganó fulano solo”. Error. Este es un juego colectivo y nadie gana individualmente. Así un jugador anotara diez goles, si su arquero deja pasar los remates adversarios, perderá. De tal modo, necesita de sus compañeros. Pero esta demostración de Rooney permite decir, con total confianza, que el partido ante el City lo empataron diez y lo ganó uno. Él.
*Ex articulista de «El Gráfico» y director de la revista Conmebol. (c) International Press
Descubre más desde International Press - Noticias de Japón en español
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.
Be the first to comment