Exposición en el Palacio de Bellas Artes de Bruselas
María Tejero Martín / EFE
El Palacio de Bellas Artes de Bruselas (Bozar) abre hoy una exposición en la que explora el reencuentro de Japón con Occidente tras la debacle de la Segunda Guerra Mundial, gracias al desembarco de las vanguardias en el archipiélago y su fusión con las tradiciones niponas.
Mientras en EEUU y Europa se desarrollaban estilos que marcarían el pulso artístico de la época, Japón llegó a los años 50 oprimido bajo el peso de su derrota en la Segunda Guerra Mundial, la dominación americana y una política interna cargada de conservadurismo.
«Fueron unos años tumultuosos en Japón aquellos que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, pero en el arte hubo una renovación excepcional», afirma Sophie Lauwers, directora de exposiciones de Bozar.
El Japón postimperial que recuperó su soberanía de manos de los norteamericanos en 1952 era un territorio devastado por los ataques aéreos, traumatizado por las tragedias de Hiroshima y Nagasaki y encorsetado por su propio hermetismo.
«Los artistas japoneses estaban ante el inicio de una nueva época, buscaban modos de expresión diferentes y tenían problemas para encontrarlos», asegura el comisario de la exposición, Shoichi Hirai.
En ese momento entró en escena el notable crítico francés Michel Tapié, invitado en 1956 a Japón para dar a conocer lo que él denominaría «arte informal», etiqueta que acuñó para artistas de vanguardias como Yves Klein, Lucio Fontana o Antoni Tapiés.
«La exposición tiene un fuerte impacto en el ambiente artístico japonés», explica Hirai, una sacudida que se convierte rápidamente en un encuentro, un diálogo, del que los nipones extrajeron cuatro nociones que vertebran la exposición: una nueva estructura pictórica, la materia, la acción y las imágenes primitivas.
Los artistas nipones, imbuidos de su propia tradición desarrollada al margen de la batalla por conquistar el espacio emprendida en Occidente tras el Renacimiento, abrazaron con comodidad la reciente ruptura occidental con la perspectiva y las premisas geométricas euclidianas.
Yoshishige Saito lo refleja bien en su «Trabajo 7», una bella obra que dio a luz durante su retiro en un pequeño pueblo de pescadores, en la que creó una suerte de gramática propia con un taladro aplicado directamente sobre la superficie de madera recubierta con un brillante carmín, cuya composición jamás quiso desvelar.
La materia también es central en el trabajo de varios artistas que estaban marcados por el respeto reverencial que la tradición nipona concede a la naturaleza, de la que los autores se llegaban a considerar simples instrumentos, renunciando incluso al uso del pincel o la espátula.
Fue el caso de Kazuo Shiraga, padre del impresionante «Tenbousei Ryoutouda», un lienzo cargado de una pintura de vivos colores atravesada por profundos surcos que el artista realizaba con sus pies, mientras pendía sobre el cuadro, colgado de un arnés.
«Shiraga optó por perder el control de sus extremidades y se obligaba a mirar al techo, mientras dejaba que la energía de la propia materia se hiciera paso en el cuadro a través de él», afirma la experta del Bozar, Anne Laloyaux.
Su coetáneo estadounidense Jackson Pollock también tenía predilección por pintar sobre el suelo para poder dejar fluir la materia y creó un estilo cuya influencia se percibe claramente en «Aooribe Jösekihei» de Mineo Okabe o «Sökoku» («Conflicto») de Tatsuoki Nambata.
El artista Taro Okamoto, amigo del surrealista Andre Betón, recurre a los contrastes de colores elementales y las formas sinuosas para crear también corrientes de movimiento, chasquidos pictóricos, en su obra «Hombres en llamas», una de las primeras denuncias contra la catástrofe nuclear.
El cuadro, inspirado por el caso del barco atunero Daigo Fukuryu Maru, cuyos marinos quedaron gravemente heridos tras verse expuestos a la radiación de las pruebas atómicas de los estadounidenses en las Islas Bikini, presenta además formas primitivas, influenciadas también por los muralistas mexicanos.
Medio siglo después, las obras de los vanguardistas japoneses siguen apelando a los visitantes de la muestra -abierta hasta el 22 de enero-, en la que pueden ver reflejada su propia crisis de identidad ante un mundo en profundo cambio, globalizado pero a la vez nacionalista, donde una vez más el arte emprende la dura tarea de trascender.
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