Su obra se inspira en el «kinbaku», el ancestral arte de anudamiento erótico nipón
Javier Albisu / EFE
Cuando Yoko murió en 1990, Nobuyoshi Araki escandalizó a Japón al retratar a su esposa en su féretro rodeada de flores. Después se dedicó a fotografiar compulsivamente su ausencia en cielos vacíos, y su trabajo se ensombreció durante años.
Desaparecía, a los 42 años y víctima de un cáncer de útero, la musa incondicional de la abultada obra de Araki, siempre analógica, insaciable y marcada por Tokio, la muerte, el sexo, las mujeres y las flores.
Sin embargo, a este aplaudido vanguardista de la fotografía contemporánea japonesa, de 76 años, no se le conoce tanto por sus evocadoras imágenes florales, por sus intervenciones caligráficas sobre los negativos o por el frenético archivo de cada instante de su vida, hasta convertir su existencia en una suerte de fotonovela.
A Araki (Tokio, 1940) se le distingue, especialmente en Occidente, por sus provocadoras fotografías de mujeres desnudas, atadas y suspendidas, siguiendo los códigos del «kinbaku», el ancestral arte de anudamiento erótico nipón, cercano al «bondage».
Las obsesiones de la cámara de Araki, las más poéticas y las más incómodas, visitan hasta el próximo 15 de septiembre el Museo Guimet de París, templo cultural del arte asiático.
La muestra, que reúne 400 fotografías del prolífico artista y está autorizada a todos los públicos, aborda sin tapujos las aristas más chocantes de su trabajo, censurado en ocasiones al interpretarse como vulgar o humillante para la mujer.
«La fotografía también ata a las personas, las mete en una cámara. La fuente de la foto está en el ‘kinbaku’, en el arte de amarrar las cosas y los eventos. Soy yo quien ata a mis modelos y, después de la sesión de fotos, quien deshace los nudos», explica en el catálogo de la exposición Araki, que no se ha desplazado a París para la inauguración por su delicado estado de salud.
Esa recurrente temática en la obra del japonés, con una voracidad fotográfica que desemboca en cerca de 500 libros publicados a lo largo de 50 años de carrera, hunde sus raíces en el siglo XV.
El «kinbaku» (literalmente «atadura tensa») se inspira en un arte marcial ancestral («hojôjutsu») cuyos adeptos inmovilizaban a sus oponentes con una cuerda y cuyas técnicas todavía se estudian en las academias de la policía japonesa.
Originalmente reservada a los guerreros samurái, la precisión al maniatar al prisionero era tal que se podía incluso distinguir los nudos característicos de una determinada familia, averiguar la clases social del reo o el crimen del que se le acusaba.
«Para mí es un gesto de ternura, como una caricia. Nunca he impuesto el ‘kimbaku’, nunca he pagado a una modelo. Son las mujeres las que me piden que las ate, últimamente una modelo de Chanel y Lady Gaga», declaraba Araki en su estudio tokiota a la revista «Télérama», a propósito de la muestra parisina.
Más allá de las instantáneas de mujeres amarradas con cuerdas en poses sexualmente explícitas, la retrospectiva indaga en la vasta producción fotográfica de Araki entre 1965 y 2015, desde la sensualidad de pétalos y estambres en planos cortos y ajustados hasta la concatenación de imágenes cotidianas, mucho antes de que las fotos culinarias o los gatos inundaran Facebook o Instagram.
Hijo de un artesano que fabricaba zuecos nipones tradicionales (getas), titulado en cine en la universidad y camarógrafo de una agencia de publicidad en sus inicios, la crítica sitúa el punto de partida de la obra de Araki en su serie «Viaje Sentimental» (1971).
«Toda la fotografía es un paisaje privado», reflexiona el autor de una narración vital en imágenes que muestra la disciplina que ha acompañado durante toda su carrera a un artista que absolutamente nunca se separa de su máquina fotográfica.
A través de esa ansiedad documental Araki ha generado una obra «impregnada de poesía y de búsqueda plástica» que reposa también «sobre una incesante experimentación», explican los comisarios de la muestra, Jérôme Neutres y Jérôme Ghesquière.
Su trabajo, añaden, muestra «el arraigo del arte de Araki en la cultura tradicional japonesa» y sirve como «ventana al Japón contemporáneo», sin desdeñar la omnipresencia de la muerte como parte fundamental de la vida.
«Una foto es silenciosa. No habla. De hecho, se parece a un cadáver», resume Araki.
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