«Debió acomodarse al carácter de Eto’o, a las ínfulas de Ibrahimovic, a las diferentes características de Henry y Villa… Se hizo mediocampista, llegó Neymar y tocó asistirlo, desembarcó Suárez y otra vez a la raya derecha…»
Usa pocas palabras, Messi. No necesita verbalizar todo lo que piensa o siente. Se expresa con silencios, escucha más de lo que habla y en los diez años que llevamos oyendo o leyendo sus breves declaraciones advertimos que en su corto vocabulario hay un término que parece no existir: yo. Si alguien dice “Yo hice aquel gol… Yo gané aquel torneo… Yo gambeteé a tres rivales…” tenemos una certidumbre: no es Messi, es otro. No utiliza el yo ni recurre a vocablos estridentes, no levanta la voz, lo caracterizan los tonos bajos.
“El premio es de todo el vestuario”, dijo tras recibir por segunda vez el galardón de Mejor Jugador de Europa de manos de otro grande, Michel Platini. La frase lo enaltece; también lo define como deportista: es un jugador de equipo. Alguien le hizo ver que esa era una distinción individual. Y que el premio al mejor gol del año (al Bayern Munich, en el que hizo caer a Boateng con un amague y se la picó con derecha a Neuer), que también obtuvo, era aún más individual. Pero no lo pudieron mover de su estructura mental: “Dependo mucho del equipo. Si no tenemos un buen equipo, no hubiéramos conseguido todo lo que conseguimos».
A Messi no se le ocurriría jamás escudarse en los dislates futbolísticos de Lavezzi y Di María o en los errores de definición de Higuaín, ni en la impericia técnica de Rafinha o en las fallas de la defensa azulgrana. Da todo lo bueno y asume para sí todo lo malo, lo absorbe en una suerte de aparato digestivo mental, lo procesa y lo desecha para luego empezar de cero otra vez. Y cuando tiene el 85% de responsabilidad de las conquistas, como en este cuatriplete del Barcelona, se despoja del mérito personal, lo reparte con el vestuario. En ello consiste su verdadera grandeza. Más incluso que su habilidad para jugar al fútbol. Nos da una lección casi semanal. Y cuando lo citan de la selección, de la que siempre es la figura y de la que se lleva únicamente palos, hace 12.000 kilómetros para ir a jugar un intrascendente amistoso con México, Indonesia o Japón. Tiene todo para perder con la camiseta albiceleste. Si hace dos goles le dirán: “A Japón sí le hace goles”. Si no los hace: “Ni a Japón le hace un gol”.
A Messi no se le ocurriría jamás escudarse en los dislates futbolísticos de Lavezzi y Di María o en los errores de definición de Higuaín, ni en la impericia técnica de Rafinha..
Pero Messi acudirá igual a la cita y volverá a servirle un gol a Lavezzi o a Higuaín para que estos lo erren puntualmente y luego se hará cargo de las críticas que puedan lloverle el equipo. Es su insólito destino argentinófilo.
En Europa le va mejor. En los cinco años que lleva de creado el Premio al Mejor Jugador de la UEFA, ya lo ganó dos veces, es el único que lo repitió. Y otras dos salió segundo. Es como el premio que otorga la agencia EFE al Mejor Futbolista Latinoamericano de la Liga Española. Lo ganó cinco veces hasta que un día no se lo dieron más, sino acababa con el premio.
Se ha ido reinventando una y otra vez por esa perentoria obligación de ganar todos los partidos y todos los títulos que disputa…
Ahora, la Copa América que se le escurrió en Chile lo obliga a nuevos objetivos. Messi lo siente así; se lo impone el animal competitivo que habita en su ser. El último Trofeo Gamper es una demostración perfecta de lo que mueve interiormente a Leo. El Gamper es la fiesta anual del barcelonismo, se llena el estadio (hubo 94.400 pagantes), se presenta el equipo de cara a la nueva temporada, el público da sus bendiciones. Como jugador nacido en el club, Messi sabe de la importancia que reviste, no el trofeo en sí sino el reencuentro con la gente. Un jugador medianamente inteligente no puede faltar por estar tomando sol.
Leo debía volver de las vacaciones el 3 de agosto; el choque frente a la Roma por el Gamper estaba fijado para el 5. Sin pretemporada (por la Copa América) y con un solo entrenamiento no hubiese entrado en la convocatoria. Él se presentó cinco días antes con un kilo menos de lo estipulado (trabajó en el gimnasio de su casa) y salió como titular. Recibió una ovación atronadora, vencieron a la Roma 3 a 0, marcó un gol y se metió mentalmente en la temporada. De paso, se garantizó la titularidad para la Supercopa Europea frente al Sevilla, seis días después, donde ganaron 5-4, marcó otros dos goles y ganó su título número 26.
Para poder debutar en Primera debió aceptar ser puntero derecho. Lo hizo y se ganó un lugar. Guardiola lo sacó de la raya y lo ubicó como falso “9”… Debió acomodarse al carácter de Eto’o, a las ínfulas de Ibrahimovic, a las diferentes características de Henry y Villa… Se hizo mediocampista, llegó Neymar y tocó asistirlo, desembarcó Suárez y otra vez a la raya derecha… Perdieron contra el Bayern por goleada y absorbió las culpas pese a jugar desgarrado, se le fue Xavi, se marchitó Iniesta… Lidió contra los pésimos fichajes del Barsa… Se ha ido reinventando una y otra vez por esa perentoria obligación de ganar todos los partidos y todos los títulos que disputa, so pena de que lo llamen maleta, inflado, pecho frío. Y superar los 60 goles para que los periodistas (siempre tan propensos…) no empiecen a hablar de “el año malo de Messi”. Gary Lineker, tal vez su admirador más famoso, no se hace problema: “Es sólo cuestión de tiempo que Messi también gane el premio al mejor jugador de todos los tiempos”, dice.
A Neuer le puede meter semejante golazo con la camiseta del Barcelona, pero si no se lo marca con Argentina es “porque arruga en las finales”, o es “jugador de club”.
Es su via crucis. Cuando llegue el Mundial 2018 nuevamente volverá a intentarlo pese a los críticos y agoreros. Estamos hablando del futbolista con mayor porcentaje de triunfos en la historia de este deporte. Pero no lo parece.
(*) Columnista de International Press desde 2002. Ex jefe de redacción de la revista El Gráfico.
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