Destruir es sencillo: con un empujoncito, un leve toquecito a quien lleva la pelota, ya desarmamos la jugada del rival… Para castigar esa deslealtad, el reglamento tiene un remedio: el penal.
Por Jorge Barraza*
Vemos cinco o seis partidos por semana. En todos pasa lo mismo: entra un delantero al área rival, lo derriban o lo agarran o lo empujan, el árbitro cobra penal. En la TV, el relator cuestiona: “¿Penal…? Huuuuuummmmm”. Lo pone en duda. Sale el comentarista y apoya: “Para mí no fue…” Llega la repetición; siguen con el “Huuuuuummmmm”. La imagen muestra que hay un agarrón fuerte, que desestabiliza al atacante. “No sé… para mí no fue”, dice uno, que no quiere desdecirse (¡Oh, cuidado…!). “Y… si vamos a cobrar esos penales habría que cobrar veinte por partido”, completa el otro.
Que se cobren veinte entonces. Si son, son. El fútbol se rige por el reglamento, no por el periodismo.
Lo más difícil del fútbol es armar juego, más en esta época en que se ejerce una asfixiante presión sobre el adversario y que hay tanta dinámica. Construir exige, primero, la voluntad de ir al frente y buscar el gol. Luego, ingenio, habilidad, talento, fuerza para pasar, velocidad. Destruir es sencillo: con un empujoncito, un leve toquecito a quien lleva la pelota, ya desarmamos la jugada del rival. O con un agarrón de la camiseta, o con una mano desviamos el remate. Para castigar esa deslealtad, el reglamento tiene un remedio: el penal.
No tenemos la suerte de escuchar, ni una vez, que los comentaristas digan: “Bien el árbitro, fue penal”. Lo mismo vale para las faltas, las tarjetas amarillas y rojas, etcétera. Lo mismo sucede cuando es la inversa, el referí dice “siga, siga” y el periodista pregunta: “¿Qué, no fue penal…?”
Se discute todo. El problema, en el fondo, es que todos quieren saber más que el otro. El público quiere darle cátedra a los periodistas, los periodistas saber más que el árbitro y que los entrenadores.
El juez vive para el arbitraje, se dedica a él desde hace años, se entrena, toma permanentemente cursos de capacitación, sabe de memoria las reglas, ve mucho fútbol, habla con sus instructores, con colegas, conoce las mañas de la mayoría de los jugadores, está adaptado a resistir la presión de las tribunas, es monitoreado todas las semanas. Sabe más del referato que cualquier hincha o periodista.
Esto no significa que los jueces no se equivoquen. Desde luego lo hacen, pero no se pueden poner en duda todos los resultados por la tarea arbitral. Pensemos lo siguiente: al árbitro no se le permite recurrir a la tecnología para ayudarse en su trabajo, pero luego son analizados mediante la tecnología. Si cualquiera de nosotros debemos ver más de una vez una jugada para determinar si fue gol o no, si hubo falta o no, automáticamente el árbitro queda absuelto de culpa. Puede tener error, pero no culpa. El juego es velocísimo y hay que decidir en una fracción de segundo.
El periodista ve varias veces la repetición de la jugada y aún así continúa diciendo: “Huuuuuummmmm… no sé… para mí no fue”. Sigue sin tenerlo claro, pero exige que lo tenga claro el juez, que no puede pedir repetición.
Unas semanas atrás, jugaban Arsenal-Tottenham. En un rápido contraataque, se va un jugador del Tottenham, entra al área, cae aparatosamente y el juez, un tanto tapado, da la pena máxima. El comentarista, un ex futbolista, excelente analizando el juego (pero futbolista al fin) dice: “No fue, no fue nada”. Es cierto, no había sido. Pero luego agrega: “Escandaloso lo del árbitro”. ¿Y su colega, el futbolista que fingió la caída y engañó al juez, no fue él el escándalo…? Porque nadie tiene en cuenta la lucha del árbitro de tener que lidiar con 22 individuos que están tratando de engañarlo todo el tiempo.
Formar árbitros lleva años. Poner sobre el campo a un juez en un partido de Copa Libertadores demanda muchísimo tiempo. Mucho trabajo de instrucción, pruebas físicas, psíquicas y técnicas. Y alto rodaje. Pero, además, cada vez hay menos inscriptos en las escuelas de árbitros. Lógico: ¿quién quiere ser árbitro…? Tardan años en llegar a Primera, pierden los fines de semana, no ganan dinero importante, los insulta todo el mundo, salen de los estadios con un coche policial como si fuesen delincuentes, son blanco permanente de la ira de los aficionados. Y a los pocos que se anotan y llegan, los va socavando la crítica.
Los periodistas son inentendibles. Pasaron décadas reclamando un fútbol mejor, más ofensivo, más limpio, con más goles. Cuando aparece un equipo como el Barcelona, hay miles que lo critican porque, en el fondo, lo quieren ver perder. No se trata de ir “a favor” de un equipo sino de defender una idea. Es tan extraordinario el fútbol que permite a un equipo discreto como el Chelsea, colgándose 180 minutos del travesaño, eliminar a otro muy superior como el Barsa. Y con armas limpias. Porque no es antirreglamentario defenderse. Ni deshonesto. Ni siquiera se atenta contra el Fair Play. Pero como mensaje futbolístico no es bueno. Si en algún deporte estadounidense, un equipo llega a una final especulando de ese modo, al día siguiente cambian las reglas.
Estamos viendo partidos muy lindos, de 4 a 4, 5 a 4, 3 a 2, decididos en los segundos finales. Muchos comentaristas protestan: las defensas fueron un desastre, hablan de “cúmulo de errores”, empieza el consabido “lo dejaron cabecear”. Se valora como “inteligente” al que se defiende a ultranza. En el primer tiempo de Chelsea 1 – Barcelona 0, un comentarista de TV lo definió como “planteo perfecto del Chelsea”. Lo que estábamos viendo eran ocho o nueve camisetas azules custodiando sin pudores el arco de Cech, al borde del área chica. Pero, además, Barcelona le creó diez o doce situaciones netas de gol, con tiros en los palos y salvadas milagrosas. ¿Dónde estaba lo perfecto? ¿En qué residía la inteligencia?
Hay demasiado periodismo. Es preciso llenar horas y espacios y cada vez es necesario ser más original para sobresalir. Tal vez eso explique muchas cosas.
*Ex articulista de El Gráfico y director de la revista Conmebol, (a) International Press.
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