(ARTÍCULO PUBLICADO EL 19 DE MARZO DE 2022 EN EL DIARIO EL COMERCIO, LIMA, PERÚ. PUBLICACIÓN AUTORIZADA POR DICHO MEDIO Y POR EL AUTOR)
La naturaleza de las personas tiende a su perfección, por cuanto en la procura de su bien debe practicar la verdad. A diferencia de los animales -que actúan impulsados por sus básicas necesidades-, la persona, evolutivamente, tiende a razonar y a actuar. Esto no implica que todas sus decisiones privilegien la razón que, vaciado de moral el espíritu, puede cometer sendas atrocidades.
La construcción del orden moral no tiene ni puede tener otro sustento que practicar la verdad y el bien. Nuestros deseos por el conocimiento, por la coacción, por la razón y por la ciencia mutaron o reafirmaron dichas verdades y bienes, habiendo aprendido lo suficiente como para subrayar que la moral es permanente y la ética siempre responde a una época histórica.
Así, entendidas la verdad, el bien y la razón, los mismos deben guiar la conducta humana para la construcción de un orden moral que depende directamente de cuán dignamente las personas ejercen su libertad en procura de los referidos valores a ser conquistados, ejercidos y tutelados.
En esta edificación, cuando las formas primarias de sus conductas ya son producto de su asistida autodeterminación, los límites de lo individual y de lo colectivamente correcto no afectan el proceso cognitivo, conductual y proporcional de la acción misma. La cognición, la racionalidad y la proporcionalidad construyen, en una dinámica inducida y ya natural, el orden moral. No se necesita conocer la moral del perro, pues carece de ella.
Para ello, el entendimiento de lo moralmente correcto y la espiritualidad nutren a la persona de suficientes conocimientos y capacidades para entender y superar las limitaciones en la construcción del orden moral aludido.
En tal virtud, la condición moral abordada por la filosofía y otras disciplinas fortalece la tendencia personal a su perfeccionamiento y bienestar, en tanto ser racional de naturaleza individual con tendencia gregaria. Estas tres entidades constitutivas hacen de la persona un ser único en constante mutación social y política en procura de su propio bien que, colectivamente, persigue las mejorías que no pueden divorciarse del bien societariamente perseguido.
El bien societariamente perseguido es un orden superior encarnado y provisto de las condiciones morales del deber ser que la razón y la libertad proyectan y configuran en bienes individuales, en bienes sociales y bienes públicos que se retroalimentan.
Consecuentemente, siendo partícipes de un pasado, un presente y un futuro ensamblados en un proyecto de vida en común, la sociedad adquiere así la elevación psicológica, política e histórica en la que la moral como bien público transita necesariamente de la condición del ser a la categoría superior del deber ser.
El deber ser societario es la moral pública causante y causada que se encarna en la nación, constituyéndola en la categoría política y simbólica suprema que nos une e identifica como un pueblo singularizado. La nación resulta así un ideal público tutelado por el pueblo y por el imperio constitucional y legal.
Siendo que se singulariza tal ideal en quien transitoriamente personifica a la nación, es que las insustituibles capacidades morales permanentes que caracterizan, nutren, distinguen y privilegian a la verdad y al bien respecto de sus intrínsecas negaciones deben ejercerse en perfecta concordancia, armonía y comunión con los valores precitados y con el bien público a procurar, resultando indiscutiblemente finalidad anterior, ulterior y suprema al mandato otorgado y recibido.
Finalmente, desconocer estas trascendentales evoluciones, construcciones, valores, categorías y obligaciones vacía las condiciones del ejercicio del mandato referido, descalifica a la persona que ostenta dicha única e indelegable dignidad, incentiva la descomposición moral, la desintegración social y, consiguientemente, atenta contra la supremacía absoluta de la nación respecto de cualquier otra consideración.
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