Recordando una memorable entrevista al Premio Nobel de Literatura fallecido hoy en México.
Por Jorge Barraza*
Estar frente a Gabriel García Márquez es, cuanto mínimo, sobrecogedor. No por su sencillez, desde luego no por su afabilidad ni por su don de gente. Intimida el aura de su talento, inhibe su condición de genio, inquieta el Nobel que corona imaginariamente su cabeza, su condición de ser el escritor latinoamericano más leído de la historia.
Pero si desean saberlo –y todos lo desean- cómo es García Márquez, debo decir que el que yo conocí es el hombre más simple, más natural del mundo. No tiene la culpa de haber sido un fenomenal periodista y un fabuloso escritor. Por lo demás, es un miembro del pueblo, un colombiano enhiesto, un costeño orgulloso de sus ritmos y sus sones, de su guayabera blanca, del Caribe y de la gente de su aldea. Aunque su casa sea el mundo («Ya ni sé dónde vivo», confiesa), me atrevo a aventurar que ese señor no ha salido nunca de Cartagena. Acaso, en una licencia, la correntada lo haya arrastrado hasta Barranquilla, no más. Y lo feliz que debe ser por ello.
El personaje, que no se considera tal aunque sabe que lo es, que aborrece (lo garantizo) el rótulo de intelectual aunque lo ejerza, ama la charla cotidiana con el pescador, el mesero, la lavandera… En su estructura mental, forma parte de una comunidad de iguales en la que unos pescan, otros comercian, aquellos labran la tierra, él escribe.
Por haber amado tanto el fútbol como el periodismo, la suerte me puso frente al Gran Maestro. Inolvidable experiencia. Dictar un curso de periodismo en su Fundación fue la excusa. Y en la charla franca, entre miguitas de pan y vino blanco, brotó con fuerza primaveral el fútbol. Esa melaza que nos embriaga, perfume de multitudes, manjar que nunca nos empalaga.
La Vitrola es un antiguo restaurante y sitio ideal para beber unos tragos a la caída del sol, y hace juego con Cartagena: paredes descascaradas, mucha madera lustrada por los años, cuadros que son una crónica de la ciudad. Fue el sitio elegido por Gabo para compartir un almuerzo. Los camareros lo conocen, como casi todos los parroquianos, pero lo dejan vivir: el saludo respetuoso, la sonrisa de unas damas high society, la palmada con alguno, no más.
La puntualidad, la menos latina de sus características, mantuvo su invicto: dijo a la una, a la una estuvo. Llegó solo, sin su custodia, manejando su plateado automóvil, que bien podría ser un Alfa Romeo o un Honda. No reparé. Sonriente, distendido, con una guayabera blanca idéntica a la que vistió en 1982 cuando el rey Gustavo de Suecia le entregó el Premio Nobel.
– No recuerdo haber estado nunca un sólo día sin escribir…- contó, justificando su aire turístico y locuaz-. Y ya llevo casi cuatro meses sin hacerlo. ¡Mi Dios!, en México me esperan tres novelas. Debería haberme ido, pero me sigo quedando…
Asocié aquella antología de Atahualpa: «El carro tira pa’lante, el alma tira pa’trás». Cuando dice «ya ni sé dónde vivo», es porque tiene seis casas: una en México, donde pasa gran parte de su tiempo; una en Cartagena, en la histórica zona amurallada, y otras en La Habana, París, Barcelona y Bogotá. Sin pedírsela, echa sobre el mantel su primera gran anécdota…
– En París, viví tres años gracias a «Relato de un Náufrago».
– ¿Como recompensa?
– No, como exiliado… (risas por el foro).
– ¿Y cómo así?
– Es que, cuando terminaba de narrar la historia, le pregunto a este muchacho Luis Alejandro Velasco por el temporal. «¿Qué temporal?». La tormenta… «No hubo ninguna tormenta», me dice. ¿Qué ocurrió? Que había un voluminoso contrabando en un barco de la Armada. Neveras, lavadoras, aparatos de radio… En las fotos que los conscriptos trajeron de recuerdo había unas enormes cajas detrás. Todas decían General Electric, Philco… Estaba completa hasta la cubierta. Y en uno de esos cimbronazos que pega un barco en el mar, se desataron los bultos y arrojaron a los ocho marineros al agua. Imagina el revuelo que hubo cuando eso salió publicado. Por eso digo que, gracias a aquello, conocí París.
¡Qué historia aquella de «Relato de un Náufrago»! Un mes después de sucedida, en marzo del ’55, la empezamos a publicar en «El Espectador»
Sin pretenderlo, Gabo acaba de ingresar en una de sus grandes pasiones, la cual califica como «el mejor oficio del mundo»: el periodismo. Y el escenario es Cartagena, donde comenzó esa cuerda en el diario «El Universal», allá por 1948. Intercalo un bocadillo: este hombre puede mentirle a cualquier mujer acerca de su edad, por nada del mundo le darían los 68 años que tiene…
– ¡Qué historia aquella de «Relato de un Náufrago»! Un mes después de sucedida, en marzo del ’55, la empezamos a publicar en «El Espectador». Y como era tan apasionante, el diario comenzó a multiplicar sus ventas. Llevábamos ocho o nueve capítulos. Entonces vino el director Guillermo Cano y me pidió, lo más campante, que hiciéramos cien capítulos. ¡Una locura! Todo tiene un final, le dije. Además, si me lo hubiese dicho antes, yo habría podido estirarla más. Así y todo la dejé en catorce episodios…
-¿Cómo la fue haciendo?
– Otra locura. Velasco, el náufrago, un muchacho de Bogotá, venía al diario, nos sentábamos, tomábamos un tinto (café) y hablábamos. Se iba a su casa, volvía al día siguiente y así. Si hoy tuviéramos al protagonista de esa historia, no lo dejaríamos mover hasta que contara todo…
– Por temor a perderlo, o a perder la nota…
– ¡Y lo que costó! Porque yo le preguntaba, bueno y ¿qué pasó el quinto día?: «Nada». No puede ser que en veinticuatro horas solo en el mar no te haya sucedido nada. Piensa… Y por ahí me dice: «Tenía mucha hambre y atrapé una gaviota pero, al intentar despresarla, la despedacé. Al final no pude comerla. Y lo que es peor, la sangre atrajo a los tiburones». ¿Ves?, ya me has contado algo. Tenía que sonsacarle, forzarle recuerdos. Pero eso fue al principio, al final él estaba más ducho que yo…
Eleva la vista, la pierde en un punto cualquiera, disfruta de sus recuerdos. Dice que hace treinta años que no lee «Cien años de Soledad». La última vez fue cuando entregó los originales para la impresión.
– ¿Por qué?
– Porque nunca la hubiese publicado: hasta hoy me seguiría corrigiendo. Y además no me gustaría.
– Nuevamente, ¿por qué?
– Porque hay muchísimos términos que ya no utilizaría, hoy no me gustan.
Tiene una enorme gratitud hacia la Argentina. Es que, tras un largo peregrinaje, fue la Editorial Sudamericana la que decidió publicarle la célebre obra que le dio reconocimiento universal. Y en un momento en que ya tenía agujeros en los zapatos y en el estómago…
Cuenta que «Cien años de Soledad» vendió – está seguro – treinta millones de ejemplares.
– Aunque sólo cobré los derechos de cinco millones.
– ¿A que se debe?
– Es muy difícil controlar. Circulan cantidades de ediciones ilegales. Y hay muchos países, por ejemplo del Este europeo, en los que sabemos que el libro fue muy vendido, donde es imposible fiscalizar nada.
Cinco millones de ejemplares de los que el autor cobra el diez por ciento del precio de tapa. Sólo de un título. No obstante, no es la obra que más dividendos le ha reportado al colombiano más célebre de todos los tiempos. Esa fue «El amor en los tiempos del cólera», que fue un suceso en los Estados Unidos de América.
Sus novelas han sido traducidas a decenas de idiomas. Se me ocurrió preguntarle cómo puede un lector chino o noruego percibir su genio literario, sus licencias y sus giros, por ejemplo.
– ¿Podrá apreciarlas igual que nosotros en el castellano?
– ¿Tu sabes que siempre me había preguntado lo mismo? Y hablando con un japonés, por caso, me comentó exactamente lo que yo había querido expresar. Pero no me preguntes cómo…
Por la tarde volvimos a vernos. Esta vez en el hotel Las Américas Beach Resort, cuando su germánica puntualidad volvió a manifestarse. A las cinco, acordamos. Y allí estaba esperándonos. Ruborizado por la tardanza, hube de recurrir a una argentinada: el tránsito.
-¿Por qué es alérgico a los reportajes?
– Verás, en primer lugar, porque no me quedo contento conmigo mismo. Cuando regreso de la entrevista, me cuestiono: por qué no habré dicho esto, por qué lo habré dicho de este modo. Y también que lo transcriban con exactitud. Para ser preciso, uno debiera responder a un cuestionario por escrito, pero esto tampoco es deseable.
Hay un segundo motivo que prefiere no hacer público: García Márquez nunca quedó satisfecho de ninguna nota que le hicieron. Con un agravante: le ha parecido un horror el nivel del periodismo que lo ha confrontado. Esto lo llevó, en 1994, a crear la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano, patrocinada por la UNESCO, en la que se llevan realizados 32 talleres de perfeccionamiento. Dos de ellos dictados por argentinos: Tomás Eloy Martínez –dilecto amigo de Gabo- y quien esto escribe.
Como ciudadano común, García Márquez no ha sido impermeable al fútbol. Gustó de él y fue contínuo espectador en su época de periodista en «El Heraldo» de Barranquilla, según contó. «Todos los muchachos del diario íbamos al estadio», recordó. Ante la clásica pregunta sobre de quién era hincha, respondió orgullosamente: «¡Del Junior, por supuesto!». Afirmación tan contundente me trajo a la memoria al colosal Carlos Monzón. Consultado por lo mismo, santafesino de alma como era, respondió: «¡De Colón!, ¿de qué otro cuadro se puede ser en este mundo…?»
Le contamos que, apenas veinticuatro horas atrás, allí mismo en Cartagena, habíamos presenciado el partido Junior 7 – Quindío 1. Que lo vimos un gran equipo. Sonrió. Pero Gabo aún sigue dolorido con la Selección Colombiana, por aquel fracaso en el Mundial de USA ’94.
– No pudo anotar ni el gol de la dignidad. Estaba eliminada desde el primer día.
Le comentamos que ahora sí parece un equipazo. No lo entusiasma. Hacemos un alto para entregarle, a manera de símbolo por este sublime encuentro, el regalo más sagrado que un hincha de fútbol pueda ofrendar: una camiseta de fútbol. En este caso, la casaca oficial de la Selección Argentina. Con derechos plenipotenciarios (y gran humor), se mofó:
– ¿Esta es la del 5 a 0…?
No obstante, damos fe que lo sedujo. Al despedirnos, se la olvidaba y preguntó inquieto: «¡¿La camiseta?!»
– ¿Qué sintió aquella histórica tarde del 5 a 0?
– Un gran desconcierto, porque ya no supe qué iba a suceder con Colombia en el Mundial y no he elaborado un análisis de lo que ocurrió sino hasta reunirme contigo.
Totalmente distendido, saboreando un pescado costeño, salió con otra humorada cuando quise saber cómo ve el deporte hoy.
– Por televisión…
Retrocedió su memoria a 1950…
– Con un grupo de muchachos del periódico y amantes de las letras, editamos «Crónica», un semanario que pretendió ser de género literario y cultural y terminó siendo deportivo por imperio del público. Ocurrió que, para el primer número, elegimos como personaje a un futbolista, Heleno de Freitas, el brasileño tan promocionado. Y causó sensación. Luego cambiamos el perfil de los protagonistas y el interés decayó totalmente. La gente exigía que versáramos sobre deportes. En esos tiempos llevábamos a los futbolistas a tomar ron blanco y a interesarlos sobre literatura en el estadero Los Almendros, frente al viejo estadio Romelio Martínez. Especialmente a los del Sporting de Barranquilla, el gran rival del Junior. De esa época tengo un lindo recuerdo de un zaguero ecuatoriano con quien hicimos amistad, el «Chompi» Henríquez, gran muchacho.
Casi no va al fútbol. La última vez que asistió a un estadio, comentó, fue en Barcelona. Y a modo de irónico reproche, lanzó su sentencia futbolera: «Mientras exista el árbitro, el fútbol será impredecible». Lo sabe de sus tiempos de futbolista aficionado…
– Jugaba como defensa, cuando estaba interno en el colegio de Zipaquirá, Cundinamarca. Antes, en la primaria del colegio San José de Barranquilla, el médico me había recomendado practicar el fútbol por razones de salud, ya que leía mucho y no hacía deporte.
No nacen de él nombres como Maradona o Pelé, ni aun Valderrama. Tampoco vale inducirlo. No sería un García Márquez puro. Y sería llevarlo al plano de reportaje que tanto desdeña. Sólo hay que arrojar, como al viento, un nombre…
– Pelé…
-Una gran estrella.
– Maradona…
-Más es lo que se conoce de él por los que no lo quieren que por los que sí lo queremos.
De jugadas memorables y partidos épicos, surgió naturalmente un nombre singular: el de Rigoberto García Memuerde, goleador, protagonista de anécdotas y personaje legendario del Junior entre fines del ’40 y la década del ’50. «El negro Rigoberto era muy simpático y tenía una fuerza brutal», memoró Gabo. «Era tanta la potencia de su remate que una tarde, en el colmo de su fuerza, casi mata un arquero. Una vez me confesó: ‘Me pesaba la yuca (el pie). Y lo fulminé’…»
Estewil Quesada, periodista y caribeño empedernido, presente en la charla, agregó otra deliciosa historia de Rigoberto. La del día de su apoteosis. Se presentó un domingo el moreno ante el fabuloso Heleno de Freitas, brasileño que por entonces era centrodelantero y un poco entrenador del Junior.
– Maestro, no puedo jugar…- aseguró Rigoberto.
– ¿Y por qué? –quiso saber Heleno, que había sido súper estrella del Botafogo, de Boca Juniors y de la Selección Brasileña.
– Tengo una lesión en el menisco.
Heleno, famoso por su mal carácter, sabía que Rigoberto era indispensable para ganar el partido. Lo miró feo, y en tono casi de reproche, le dijo:
– ¿Y desde cuando los negros tienen meniscos?
Desconcertado, Rigoberto entró y metió cuatro goles.
No fue una sonrisa de salón. Gabo se rió como se ríe en la taberna, alegre y despreocupadamente. El fútbol también pudo con él.
* Ex articulista de El Gráfico y director de la revista Conmebol. Columnista de International Press.