El domingo pasado el Perú amaneció con una buena noticia: la captura del líder terrorista Artemio. Casi veinte años después de la histórica caída de Abimael Guzmán, el gobierno cazó al último miembro libre del Comité Central de Sendero Luminoso (SL).
A poco más de seis meses de iniciado su periodo, el presidente Ollanta Humala se anota su mayor logro, que sin duda abultará su alto nivel de aprobación (casi tres de cada cinco peruanos, según una reciente encuesta).
Humala ha reaccionado con mesura, sin triunfalismo ni saña (no se ha cebado en la caída del enemigo). Quizá esa moderación explica en parte su popularidad. Hartos de presidentes palabreros e histriónicos como Alan García y Alejandro Toledo, los peruanos parecen preferir a líderes parcos y eficaces.
La captura de Artemio no tiene, obviamente, la trascendencia de la de Guzmán, pero es un golpe mortal al remanente senderista en la zona del Alto Huallaga. Aparentemente no hay nadie que pueda reemplazar a un cabecilla del vuelo de Artemio. ¿Un foco infeccioso menos? Probablemente.
Además, se produce cuando aún se perciben los ecos del escándalo que provocó la aspiración del Movadef, el brazo político de Sendero Luminoso, de inscribirse como partido político, acto finalmente fallido.
Así las cosas, SL ha sido derrotado por partida doble: en el terreno militar, con la caída de Artemio, y en el político, con el rechazo al Movadef. Sin embargo, los problemas de fondo subsisten: en el primer caso, el narcotráfico, y en el segundo, la capacidad de convocatoria del senderismo, que consiguió las suficientes firmas para intentar formalizarse en el sistema político nacional.
Por eso, mal harían el gobierno y la sociedad en su conjunto en cantar victoria. Voltear la página, como si se hubiera cerrado definitivamente un capítulo aciago de la historia del Perú, sería un error. Se ha ganado una batalla, no la guerra.
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