Dormir era más bien, muchas veces, un trámite odioso que paralizaba sus investigaciones y creaciones.
Por Javier Arévalo (*)
Tengo una amiga, Sheila Alvarado, dibujante, grabadora, artista plástica, que trabaja más de catorce horas al día, como yo, eventualmente, cuando nos vemos en la noche, nos preguntamos, “¿no sé por qué estoy tan cansado?”
La respuesta más truculenta –para nosotros- es que quizá ya no tenemos 20, ni ella ni yo. Pero la respuesta más lógica es que trabajar catorce horas al día no es humano ni saludable. ¿Por qué lo hacemos entonces? Somos artistas, ella pintora y yo escritor. Hace muchos nos negamos a pertenecer a las tribus de seres humanos que día a día acuden a una oficina, hacen un trabajo con el que pagan sus cuentas, y regresan a sus casas a ver televisión.
Ella dibuja, ilustra, escribe libros, algunos para niños, algunos para nadie. Yo escribo mis propios proyectos, una historieta, una novela, pero también escribo artículos para diarios, y dirijo a dibujantes que ilustran libros para niños y adolescentes, todo desde mi casa, sin moverme, usando el teléfono para entrevistar, el internet para investigar, el celular para cerrar citas.
Son trabajos agotadores, pero los hacemos porque nos da la gana. Es curioso que ella y yo compartamos un gran desprecio por las escuelas donde nos “educaron”. Su dislexia, incomprendida entonces, la sometió a torturas psicológicas terribles: ella tenía dificultades para entender lo que leía porque veía las palabras al revés. Eventualmente, era castigada a portar un letrero en los brazos y pasear por el patio. El letrero decía “debo estudiar más, soy burra”.
Hace poco le dije que odiar a la escuela es un rasgo más común de lo que parece entre gente que ha logrado cosas interesantes: Einstein sostenía que su aprendizaje estaba limitado por su educación y se aburría enormemente con sus maestros, García Márquez dijo que su educación terminó cuando lo metieron al colegio, Lennon era sometido a palizas por sus estrictos profesores ingleses que nunca se dieron cuenta de que era un genio, y veían en él solo a un líder de pandilla, belicoso y malhablado.
Newton le tenía terror a un muchacho que lo hostigaba; eso decidió que se escondiera en la biblioteca. Si no fuera por ese matoncillo, quizá no tendríamos ley de la gravedad.
Todos ellos no entendían el trabajo como una maldición. Podían pasarse horas de horas en sus propios proyectos, uno escribiendo música, el otro inventando historias, o escuchandolas, o leyéndolas, los otros, fantaseando con teorías físicas y mecánicas. Dormir era más bien, muchas veces, un trámite odioso que paralizaba sus investigaciones y creaciones.
Decía el cantante Facundo Cabral “quien trabaja en lo que no ama, aunque trabaje todo el día, es un desocupado”. Que el trabajo sea motivado por un sueño que ha de alcanzarse convierte al trabajo real en una proyección de ese sueño, de modo que, a veces, ir a dormir parece ser el verdadero momento de retornar a la realidad.
* Periodista y escritor peruano
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