
En Japón, la idea de que las dificultades económicas y sociales deben resolverse dentro del núcleo familiar sigue profundamente arraigada, lo que contrasta con modelos europeos donde la asistencia social es responsabilidad compartida entre Estado y comunidad. Así lo expone Masaru Sato, en una columna publicada en la revista SPA, donde analiza el papel de la sociedad japonesa frente a la pobreza y la situación de los más vulnerables.
Sato fue analista jefe en la Primera División de Análisis de la Oficina de Inteligencia Internacional del Ministerio y autor de numerosos libros, entre ellos «La trampa del Estado» (Kokka no Wana), «Recomendación de la astucia» (Zurusa no Susume) y «La clave de la vida» (Jinsei no Gokui).
El artículo se enmarca en una consulta enviada por una mujer japonesa de 54 años, quien relata una vida marcada por la pobreza infantil, problemas de salud mental derivados de abusos familiares, discriminación y múltiples periodos en prisión. Tras vincularse a movimientos ciudadanos de izquierda, la consultante expresa su frustración por el distanciamiento de estos colectivos con las realidades de los más necesitados. Según su experiencia, muchos activistas provienen de sectores acomodados y, en ocasiones, reproducen prejuicios contra quienes reciben ayudas sociales o pertenecen a minorías étnicas.
Sato reconoce que entre los activistas hay quienes, tras abandonar antiguas aspiraciones revolucionarias, buscan contribuir a la justicia social, pero lo hacen desde una postura paternalista, asumiendo que son ellos —la vanguardia— quienes representan los intereses de los desfavorecidos. Esta actitud, unida a la necesidad de contar con recursos económicos para participar activamente, explica la percepción de elitismo en algunos de estos movimientos.
El columnista compara la situación con la de países como Suecia, donde la protección social se concibe como un derecho universal. Cita al profesor Eisaku Ide, de la Universidad de Keio, quien recuerda que el “padre” de la socialdemocracia sueca, Per Albin Hansson, definió a su nación como una “casa del pueblo” sustentada en la cooperación y la solidaridad. Japón, en cambio, organizó históricamente su sociedad en torno a un modelo patriarcal y paternalista, reforzado por la experiencia del totalitarismo, donde la ayuda mutua se canaliza principalmente dentro del círculo familiar.
Esta cultura tiene consecuencias prácticas: en el distrito tokiota de Katsushika, donde se ubica el centro de detención de Tokio, la ayuda social para una persona asciende a unos 150.000 yenes mensuales (aproximadamente 1.000 dólares). Sin embargo, solo el 13 % de quienes cumplen los requisitos acceden al beneficio, en gran parte porque persiste la idea de que los problemas económicos deben resolverse en el seno de la familia.
Para quienes carecen de ese respaldo, la realidad es dura. “En este país y en esta sociedad, la vida es muy fría para los que no tienen apoyo familiar”, subraya Sato. Aun así, el autor considera que, pese a sus limitaciones y sesgos, los activistas desempeñan una función crucial, y recomienda a las personas en situación de vulnerabilidad aprovechar su ayuda sin reparos, como una estrategia práctica para sobrevivir en un entorno poco favorable. (RI/AG/IP/)
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