Un peruano inmortal, por Javier González-Oleachea Franco

A Francia el mundo le reconoce y le debe inmensos aportes a la cultura, a la literatura, a la arquitectura, a la gastronomía, a la política, al refinamiento y al hecho de haber sido cuna de nuestras libertades y de nuestros derechos.

No hay suceso o proceso histórico occidental en los últimos 600 años en el que Francia no haya tenido una palabra que decir, una acción que tomar, una idea que proponer o una filosofía de vida que ofrecer. Francia es siempre un afluente, acaso hasta tormentoso, de historias en plural. Es la misma que inventó la guillotina, y la que obsequió a occidente el código napoleónico de 1804 promulgado durante el Consulado.


Con esa herencia, Mario Vargas Llosa tuvo una cita el pasado jueves 9 de febrero en París, un conglomerado de bellezas que acogió a tantos peruanos que fueron a su encuentro. Me vienen a la memoria Francisco García Calderón, César Vallejo, Alfredo Bryce, Julio Ramón Ribeyro y otros que aprendiendo o perfeccionando el francés bebieron su cultura tan sensorial como sensual.

Fue justamente la preocupación por un mejor francés – cuya gramática nos resulta siempre esquiva – lo que motivó un encargo tan simbólico y útil y que nos viene a cuento con nuestro escritor arequipeño, ahora un “inmortal».

L’ Académie Française fue creada en 1635 por el mecenas Armand-Jean du Plessis du Richelieu, Duque de Fronsac, par de Francia y formidable estadista francés cuando ya había sido ordenado cardenal a los 36 años bajo el reinado de Luis XIII. Su recuerdo también nos llega por su más famoso retrato que mereció el sobrenombre de “eminencia roja”, por el color del paño que revestía su figura como príncipe de la Iglesia.


Richelieu le encargó a la Academia – creada antes que la española – la tarea de perfeccionar y custodiar su lengua mediante la incorporación de los grandes de las luces, letras y humanidades de entonces, 40 en total. Determinó que fueran vitalicios y que a la muerte de un “inmortal”, la Academia incorporara a otra luz de la francofonía. Desde la creación de esta institución única en el mundo, cada miembro ocupa un sillón numerado y el elegido no podía hasta hace menos de dos años superar los 75 años.

Rompiendo una regla, el 25 de noviembre del 2021 los “inmortales” le abrieron la puerta a un intelectual extranjero de 84 años, que, siendo amante de Francia, de todo lo que ella implica y de su literatura, nunca escribió en la lengua de Molière. Mario Vargas Llosa, un écrivain du monde como lo describieran en aquellos días, fue distinguido para ocupar el sillón 18 tras el fallecimiento del filósofo e historiador Michel Serres.

Cuando se expandió la noticia, la hepática crítica francesa no se hizo esperar. Los tiros sin rubor apuntaban a su tenaz militancia liberal, como buen converso. Es más, muchas de sus expresiones políticas fueron consideradas de extrema derecha, pero es de justicia señalar también que hubo importantes intelectuales franceses que defendieron la decisión del célebre colegiado que se impuso con 18 votos de entre los 22 miembros electores.


Días previos a la ceremonia, la secretaria perpetua de la Academia, Hélène Carrère d’Encausse, indujo al protagonista en los detalles de esta, que son rigurosos y hasta emblemáticos en usos, vestimentas y ornamento como hemos apreciado en varios medios.

(Ilustración Faro)

Llegó el momento el pasado jueves 9 de febrero cuando el laureado connacional se sentó junto a sus otros 37 pares, 38 en total, porque después de esa histórica decisión dos escritores franceses dejaron este mundo.


Vargas Llosa leyó un discurso traducido por Bensoussan, quien desde hace 50 años hace lo mismo con los libros del también Nobel que vivió, posiblemente, su última grandiosa experiencia como consumado escritor.

La crítica continuó, pero, tras leer su formidable discurso deberían quedar escasas dudas sobre las razones que primaron para incorporarlo al selecto olimpo francés. Debe haber primado la vital influencia de Francia y del arte de sus autores en su encuentro con la novela.

Tributario del significado de la decisión de los “inmortales” para que ocupara el sillón de Serres, Vargas Llosa escogió el rigor y la elegancia condensando las virtudes del fallecido afirmando, entre otros, que:

“Debo hacer ahora el elogio de Michael Serres, a quien he reemplazado en la silla número 18 de L’ Académie Française. Nunca lo conocí, pero después de haber leído casi todos sus libros… en el libro dedicado a La Fontaine… hay también esbozos de una cierta historia, en la que éste deplora que la vida dividiera tan frontalmente las ciencias y las letras, y un como ruego secreto de que en el futuro no sean, así las cosas, y se tiendan puentes entre ambas disciplinas, de modo que sean ellas una sola búsqueda de una misma escondida verdad. Esta es una insistencia que no conoce límites en Michel Serres”.

Subrayando las cualidades del filósofo e historiador continuó: “Todos los ensayos de Serres tienen esa connotación sorprendente y desconcertante: reactualizar la vida de la que alguna vez, decenas, cientos o miles de años atrás, estuvieron dotadas esas piezas, como si el tiempo no hubiera transcurrido y estuvieran allí, contagiando siempre de existencia y de formas a todo su entorno. Operación mágica que tiene por objeto resucitar el tiempo pasado e insertarlo de nuevo en la vida presente, de la que, acaso, nunca debieron apartarse. Por lo demás, Michel Serres escribió sobre todo lo imaginable”.

Tras afirmar que empezó en Francia a sentirse un escritor del Perú y de América Latina, dejo a Mario que nos narre su experiencia de vida literaria: “Quisiera decir algo ahora de Gustave Flaubert y de la literatura francesa, la manera como el solitario de Croisset me ayudó a ser el escritor que soy. Como ya he dicho, la misma noche que llegué a París, en 1959, compré un ejemplar de Madame Bovary en La Joie de Lire, una librería a la que tenía simpatía porque nunca denunciaba a los ladrones de sus libros y que, por supuesto, con semejante política terminaría quebrando… Deslumbrado por la elegancia y la precisión con la que escribía Flaubert, lo leí y releí todo, de principio a fin, quiero decir, estudié sus novelas y sus cuentos y su correspondencia, e hice el viaje a Croisset para llevar flores a su tumba, para agradecerle todo lo que había hecho por mí y por la novela moderna”.

Así como: “Sin Flaubert no hubiera sido nunca el escritor que soy, ni hubiera escrito lo que he escrito, ni cómo lo he hecho. Flaubert, al que he leído y releído una y otra vez, con infinita gratitud, es el responsable de que ustedes me reciban hoy aquí, por lo que les estoy, claro está, muy reconocido”.

Y prosiguió con Flaubert: “Pero no sólo Flaubert representa la literatura que amamos, y que nos ha enseñado a tantos novelistas a escribir, sino esa multitud de escritores que dieron esa irradiación de goce, sentimiento, aventura, deseo y gracia a la lengua francesa y forjaron sus laberintos de belleza”.

Abundó subrayando una verdad precisando que el existencialismo de Jean Paul Sartre lo envolvió como a los escritores latinoamericanos, así como las obras de Victor Hugo, Albert Camus, y André Malraux, entre otros más.

“La literatura necesita de la libertad para existir, y cuando ésta no existe recurre a la clandestinidad para hacerla posible, porque no podemos vivir sin ella, como el aire que es indispensable para nuestros pulmones». MVLL

E

n adición, resultó sorpresivo cuando reveló que secretamente aspiraba a ser un escritor francés, que gracias a Francia descubrió América Latina y más todavía cuando sindicó a los existencialistas franceses Merleau-Ponty, Albert Camus, Jean Paul-Sartre y Simone de Beauvoir como los autores que “lo salvaron del estalinismo” refiriéndose a su entonces tan acremente fuga del comunismo.

El nuevo “inmortal” también nos ofreció reflexiones sobre el hilo conductor de su obra; la relación entre la libertad y la literatura en los siguientes términos: “La literatura necesita de la libertad para existir, y cuando ésta no existe recurre a la clandestinidad para hacerla posible, porque no podemos vivir sin ella, como el aire que es indispensable para nuestros pulmones. De aquella libertad nacen las otras, la de cambiar a los gobiernos o la de simplemente criticarlos, y la de opinar con independencia y discutir entre nosotros, aunque las propuestas sean muy diferentes y a la hora de votar —porque el voto siempre es la manera civilizada de zanjar nuestras diferencias— prevalezcan siempre los que sacan el mayor número. Ésa es la fórmula gracias a la cual se ha reemplazado la matanza, sometiéndola como en el espacio estricto de los libros”.

Al respecto, y con todo el poder de la palabra, sentenció que “la novela salvará a la democracia o será con ella y desaparecerá”.

En presencia de don Juan Carlos de Borbón, quien por decreto real le otorgó la nacionalidad española, y dada la oportunidad histórica, hizo una magnífica referencia: “Y veríamos nacer, de entre estas obras maestras, lo que Michel Serres calificó como el libro más grande del mundo, nuestro Don Quijote”.

L’ Académie Française, situada en París, donde Mario escribiera sus dos primeras novelas, es la primera de las cinco academias francesas y una de las instituciones francesas más antiguas. Han formado parte de ella Montesquieu, Colbert, Racine, Charpentier, Sieyés, Corneille, Dumas, Mesmes, Coppée, de Champagny, de Chateaubriand, Prévost, Tocqueville, Taine, Saint-Pierre, Victor Hugo, Pasteur, d’Alambert, Montalembert, de Polignac, Guizot, De Condorcet, Lecomte, Poincaré, Maurois, Braudel, Lévi-Strauss, Simone Veil, Revel, Robert Aron, Giscard D’Estaing y otros tantos, por citar a algunos con los que el lector pueda identificarse.

Sin embargo, llama poderosamente la atención que muchos afamados escritores galos nunca llegaron a formar parte de ella. Aquí me aventuro a encontrar tan sólo dos razones; sea porque murieron antes de que se “liberara” un sillón o dado que no fueron considerados, siendo esto frecuente por cuanto el celo y el ego; es decir, las pasiones suelen dominar a las grandes mentes. Por cierto, también nos sucede a los pequeños.

Es por tal motivo que en el argot francés se suele hablar del ‘sillón 41’, una expresión creativamente acuñada en 1885 por el escritor galo Arsène Houssaye para posiblemente referirse entonces a Diderot, Honoré de Balzac, Dumas (padre), Descartes, Molière, Flaubert, Baudelaire, Émile Zola, Marcel Proust o al mismo Albert Camus.

Vargas Llosa fue convertido en un “inmortal” que, a mi juicio, es una distinción tan o más importante que el Nobel de Literatura. El término se debería, según la petite histoire, a que la espada que recibe el nuevo par lleva un sello impuesto entonces por el famoso purpurado galo: «À l’immortalité».

Los peruanos, acostumbrados a las opiniones políticas de quien quiso ser nuestro presidente, no debemos nublarnos ni anclarnos en el pasado. Una biografía desapasionada del marqués Vargas Llosa pondrá las cosas en su lugar, y, por ahora toca felicitarlo.

(Con la autorización del Director de Faro, revista académica sobre Diplomacia y Relaciones Internacionales y del autor, reproducimos la versión ampliada del artículo publicado en el diario El Comercio)

 

(*) Javier González-Olaechea Franco. Doctor en Ciencia Política, experto en gobierno e internacionalista.

 


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