Fui parte de la diáspora de finales de los 80 y principios de los 90, donde parecía que no existía mejor camino que el autoexilio, porque lo que aconteció en aquella época sólo dejó un camino para muchos, el destierro.
Llegué a Japón en el año 1993 para radicarme en Gunma ken, exactamente en la ciudad de Maebashi. Luego de un periodo de adaptación a lo nuevo de seis meses me vi obligado a irme a Niigata ken, con dirección al puerto y embarcarme a la Isla de Sado en busca de trabajo, sin presagiar lo que había de venir.
El invierno que parecía un infierno me recibía, pero cuando abril mostraba sus primeros días el paraíso aparecía. Como todo lo que empieza tiene su final, y más para aquellos que no éramos invitados, nos tocó salir por la ventana en busca de un nuevo comienzo.
El errante se hace al andar y Tokio me recibió en la ciudad de Machida, por un mes aproximadamente porque mi nuevo destino estaba ya marcado: la ciudad de Kawasaki en Kanagawa ken, que sería el lugar que me permitió dejar de ser un errante perpetuo y la que me recibió hasta el último día de mi estadía en Japón en diciembre del 2007.
AL ENCUENTRO DE PRIMER LIBRO
Cuando todo parecía haber cambiado para bien, apareció la sombra del pasado oscuro, para dejarme saber que mis miedos, temores y culpas del pasado, por más distante en millas que me separaban de mi origen, estaban más cerca que mi esperanza perdida.
Fui conducido a una clínica de fracturas por un accidente que me dejó saber la llegada de lo esperado. Más allá de las lesiones existentes mis pensamientos me llevaban hacia lo desconocido. Lo incierto me esperaba, mientras todos los verbos imaginables eran conjugados en el tiempo futuro en negativo.
Frené mis cavilaciones para ubicarme un instante en un día de clases de idioma japonés en la escuela Municipal de Maebashi, lugar que me dejó saber que no existe el tiempo futuro en los verbos en su gramática; por lo tanto, había que aceptar la llegada de lo adverso sin darle poder a un (tiempo) inexistente. Mi presente estaba bajo una nube oscura y sólo me quedaba ir a mi pasado para encontrar la semilla del mal que había germinado en mí.
En los capítulos que describo en mi libro “En la búsqueda del Kabuto perdido”, traigo de regreso mi identidad cultural en ritos y misterios que me permitieron hacerle frente a lo desconocido, y también el encuentro con la fuerza del mal que me poseía, para intentar un nuevo comienzo en el País del Sol Naciente.
El pasado, que debería ser tan sólo natsukashi*, cuyas emociones más que de nostalgia tienen una vibración de armonía y felicidad que hemos emanado al universo, intenta apartarnos de la melodía y del compás de la alegría, y disipa la nube gris que nos persigue en momentos de adversidad. «El que permanece en mí y yo en él, todo lo que me pida se lo daré». El ahora.
De todas las armaduras que posee un samurái la más importante de todas es el Kabuto, porque a un ser, a una población, a una nación se le derrota cuando se le destruye desde su interior. Protege tus pensamientos porque se convertirán en sentimientos, cuyas emociones gobernarán tus días sin esperar al guía. Es también una fuerza negativa que se esconde en el alma de todo aquel que no advierte de su presencia.
Quiero agradecer a todos con quienes compartí grandes e inolvidables momentos en Nihon, cuyas emociones vividas (recuerdos) me permiten sentarme a la mesa en una noche romántica de velas, sabiendo que la tristeza al final me espera en la alcoba, para dejarme saber que la una está ligada a la otra inevitablemente. La alegría y el dolor son uno sólo, cada quién le da mayor intensidad a uno o a lo otro. Si Alianza Kawasaki me permitiera un instante vestir sus colores, estaría gustoso de derramar una que otra lágrima por la inmensa felicidad que regalará el instante a sabiendas que después quizá no exista un mañana.
(*) Autor de “En la búsqueda del Kabuto perdido”. Fue inmigrante en Japón.
(**) Natsukashi, nostalgia en japonés
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