Shin Dong-hyuk, nacido en la pesadilla del gulag
Andrés Sánchez Braun / EFE
Nacer en un «campo de la muerte» de Corea del Norte, escapar y narrar el horror que allí se vive es algo que solo ha podido hacer Shin Dong-hyuk, quien ha compartido en Tokio algunas de sus terribles experiencias.
Este norcoreano de 30 años asegura haber venido al mundo en 1983 en la colonia penal de trabajo forzoso número 14, en el condado de Kaechon, un lugar de pesadilla donde estaban presos sus padres junto a otros 15.000 convictos y que fue su hogar hasta 2005.
«Antes de salir de ahí pensaba que esa era una vida normal. No conocía otra cosa», explica con voz temblorosa en el Club de Corresponsales Extranjeros de la capital nipona, que visitó esta semana con motivo del próximo estreno de un documental sobre el campo 14.
A diferencia de otros norcoreanos que han sobrevivido al internamiento en otras colonias penales y lograron contarlo, como es el caso del hoy periodista Kang Chol-hwan, Shin es el primero que ha podido huir de uno como Kaechon, destinado a aquellos prisioneros políticos que el régimen considera «sin posibilidad de redención».
Los reclusos que entran en uno de estos campos, conocidos como «zonas de control total» o «campos de la muerte», ya no vuelven a salir (el propio Shin seguro que no fue testigo de ninguna liberación en los 22 años que pasó ahí) y deben trabajar en condiciones inhumanas hasta la muerte.
El joven norcoreano dice haber visto morir en Kaechon a muchos prisioneros de hambre, o porque fueron víctimas de accidentes en las minas o no soportaron las palizas, torturas o violaciones de los guardias o porque directamente fueron ejecutados tras cometer alguna «afrenta».
«En el campo no había fotos del líder ni se nos adoctrinaba como en el resto del país porque estábamos considerados por debajo de un ser humano», recuerda con una mirada que parece dirigirse siempre a un lugar muy distante.
Shin ha narrado en el relato autobiográfico «Escape from Camp 14», escrito por el periodista estadounidense Blaine Harden, cómo los prisioneros debían incluso pedir permiso a los guardias para poder comerse las ratas o las ranas que atrapaban.
Su menudo cuerpo sirve además como muestrario de las torturas padecidas.
En «Camp 14- Total Control Zone», documental del alemán Marc Wiese que se estrenará en Japón en marzo, muestra ante la cámara como sus brazos, estando estirados, se doblan en un ángulo imposible.
El martirio al que le sometieron cuando tenía 13 años le destrozó las articulaciones de los codos; le colgaron de las extremidades superiores y encendieron una hoguera junto a su espalda, donde previamente le habían insertado un gancho bajo la piel para que no pudiera apartarse de las llamas.
Cuando Shin, que nació y creció completamente a merced de la autoridad del campo, descubrió que su madre y su hermano planeaban escapar, le pareció natural delatarlos.
Como recompensa los guardias le sometieron a aquella tortura y después le hicieron presenciar las ejecuciones de ambos miembros de su familia, tal y como explicó a un comité que ha investigado la violación de Derechos Humanos en Corea del Norte y que publicará su informe el próximo marzo.
Diez años después de aquello, Shin conoció a un preso recién encarcelado que le habló del «exterior», y con él decidió planear su huida, aunque el anhelo de libertad, una sensación que nunca había conocido, no fue lo que le motivó a escapar.
«Pensé: con tal de poder comer una vez hasta dejar de tener hambre vale la pena que me maten», recuerda.
Su compañero de fuga falleció por culpa de la valla electrificada que el sí logró sortear antes de poner rumbo a China, donde un año después, en 2006, logró entrar en el consulado surcoreano de Shanghái para pedir asilo.
«Soy consciente de que mi historia puede ser difícil de creer porque soy el único que la ha vivido y ha podido contarla. Por eso necesito su ayuda», explica al grupo de periodistas reunidos, antes de relatar lo difícil que le sigue resultando vivir fuera del campo.
«Han pasado solo ocho años desde que escapé y está siendo muy difícil borrar la mentalidad que me inculcaron allí. Podría compararme perfectamente con un niño de ocho años».
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