Por Jorge Barraza*
…La medalla también. Pero esta viene como consecuencia. México acaba de conseguir el primer gran éxito de su historia balompédica: campeón olímpico. Imaginábamos que, si el fútbol tiene alguna pizca de lógica (y la tiene), la chance azteca de conseguir el oro era enorme. Lo auguraban los partidos anteriores. México es un conjunto que emociona, motiva, convence. Una formación muy fuerte, que defiende bien y ataca con peligro. No obstante, su mayor virtud es el afán de triunfo, la personalidad.
El poco agraciado Mano Menezes llegó a poner cinco delanteros hacia el final del encuentro: Leandro Damião, Neymar, Hulk, Alexandre Pato y Lucas Moura. Digamos unos 250 millones de dólares en ataque. De nada le sirvió. Enfrente había un grupo de hombres inteligentes, combativos, determinados a no dejar pasar su chance.
Es la hora del reconocimiento a un entrenador excepcional: Luis Fernando Tena. Supo escoger a sus hombres por el carácter, el rendimiento, la solidaridad, la actitud para luchar y jugar, porque una cualidad no sirve disociada de la otra. No prospera. Hay que meter y jugar. O jugar y meter. Es lo mismo que jugar bien y ganar. Para alcanzar el objetivo, es preciso hacer bien las cosas. Caso contrario se depende de un milagro. Tena pudo haber elegido a Chicharito Hernández entre los tres cupos de más de 23 años. Pero se quedó con Oribe Peralta, quien le hizo el gol a Suiza (1-0), un tanto clave a Japón en semifinal (el segundo del 3-1) y los dos a Brasil en la final. Es decir, antes que la fama priorizó el mérito.
Así fue con todos. Virtud monumental de este hombre sereno, que siguió cada partido con atención, a la vera del campo, pero sin desbordes, pensando el juego, igual que sus hombres. Pero también estos le dieron todo lo que un entrenador puede esperar de sus dirigidos: inteligencia (siempre primero), tenacidad, temple, perseverancia, aguante. Y vocación para jugar. Cada vez que capturaron el balón, lo jugaron con prolijidad, nunca apelaron al pelotazo a cualquier parte, que es un símbolo de la impotencia.
El triunfo (y el título) tienen una primera explicación. Iban 28 segundos de juego: Rafael se entretuvo en exceso con la pelota, demoró por no revolearla y finalmente intentó un pase a Sandro. Aquino, que venía siguiendo la jugada con la misma compenetración de todos sus compañeros, hizo un esfuerzo notable para pellizcarla. La interceptó y, con el mismo toque, habilitó a Oribe Peralta, que frente a Gabriel definió brillante al primer palo, bajo, esquinado, siempre el peor remate para el arquero. Las palmas se las llevó el goleador, el verdadero héroe fue Aquino.
Así fue todo lo de México: un canto a la solidaridad. El Chatón Enríquez es capaz de correr cincuenta metros a un adversario simplemente para puntearle el balón y que le caiga a un compañero. El zaguero Diego Reyes nunca lo entregó a su extraordinario arquero Corona: siempre estiró la pierna un centímetro más para impedir el tiro franco, para amortiguarlo, para echarlo al córner. El volante derecho Héctor Herrera regó el campo con su sangre y con su criterio. Marco Fabián de la Mora fue una pesadilla todo el tiempo con su movilidad, con su técnica y picardía. Corona no falló una sola salida, no erró un puñetazo, nunca tembló ante una estocada a fondo de Neymar o Leandro Damiao.
México sufrió una adversidad: se quedó sin Giovani Dos Santos, lesionado en semifinal. Se trata de su atleta más hábil, el de mayor desequilibrio ofensivo y, hasta ahí, el goleador tricolor. Pero este México está por encima de un jugador y de cualquier nombre: es un EQUIPO con mayúsculas. Y lo reemplazó sin problemas.
Estamos frente a un gran campeón. Y de un grandísimo torneo. Este de Londres 2012 marca una evolución notable del fútbol olímpico. Con este grupo, la selección azteca es candidata a animar seriamente el Mundial 2014. Cuidado, no está lejos el día en que México dé el golpe grande en un Mundial.
Hasta hace unos años atrás, el fútbol mexicano era una expresión ascendente, pero no lograba superar la sensación de ser un mercado atractivo para jugadores del resto de América Latina. Hoy es una potencia emergente. Viene de ser dos veces campeón mundial Sub-17 en las últimas cuatro ediciones; ha sido tercero en el reciente Mundial Sub-20 de Colombia y es un protagonista cada vez más estelar en todas las Copas del Mundo. Ya no podemos verlo como un fútbol simpático que lleva muchos aficionados a los Mundiales. Es un medio que está por encima de unas 40 selecciones europeas, el número uno de Concacaf y, puesto en Sudamérica, pelearía seguro un cupo mundialista con los de arriba.
¿Y Brasil…? Algo en su juego no cierra. Le faltó todo lo que le sobró al campeón: deseos, actitud, inteligencia. Hombres más que nombres. ¿Y Neymar…? “Es Robinho II”, dicen algunos. “Neymarketing”, le llaman otros. “Neymal”, algunos más. Frente a la gran cita con la gloria, el muchacho del Santos vuelve a quedar relegado, frustrado. Y es inevitable que le caigan a él más que a otros. Es tal la parafernalia montada para entronizarlo (desde Pelé hasta el último de los medios brasileños), que en la hora de la derrota es quien debe juntar los vidrios rotos.
México le hizo una marca encimada, no escalonada. Cada vez que iba a recibir, dos o tres rivales lo atoraban. Y quedó demostrado que esa marca lo complica. Él necesita espacios para acelerar y dar rienda suelta a su habilidad. Cuando lo atosigan, lo anulan. También debe aprender a bajarse de la nube, cultivar un perfil más bajo. Necesita menos fotos, menos publicidades y exposición y más goles y triunfos. Así se moldea un grande. No alcanza con declamar que es un fenómeno, también debe demostrarlo.
Ha sido un magnífico campeonato olímpico. El triunfo de los emergentes. México tiene un equipo de oro. Campeón invicto. El laurel está en la frente de los mejores. ¡Qué bello cuando la justicia va de la mano con la victoria!
*Ex articulista de El Gráfico y director de la revista Conmebol, (a) International Press.
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