Agricultores japoneses salen adelante tras el desastre del 11 de marzo
Combatir la salinidad del suelo, la falta de infraestructuras y el miedo a la contaminación radiactiva son los principales desafíos de los agricultores de la provincia nipona de Miyagi, devastada por el tsunami de marzo.
En el noreste de Japón los granjeros son, junto a los pescadores, los profesionales más afectados por el desastre que golpeó esta zona en 2011.
En el caso de Mitsuo Sugawara, las enormes olas que siguieron al seísmo acabaron con sus invernaderos de planta tomatera y dejaron sin sustento a su familia.
Aún así, él y su mujer consideran que han tenido suerte, dado que en su vecindario, en la ciudad de Higashi Matsushima, fallecieron unas 90 personas, entre ellas su vecina, una mujer sorda que no escuchó la llegada del agua.
«Nosotros sobrevivimos en el piso de arriba», cuenta, mientras muestra la flecha que marca el nivel alcanzado por el agua, que anegó la planta baja de su casa.
Hasta recuperar sus cobertizos, Sugawara decidió usar una parcela donde pensaba sembrar cebolletas antes de que el tsunami lo arrasara todo, pero se encontró con que la enorme cantidad de sal que impregnó el suelo corrompe gran parte de los cultivos.
La principal cooperativa agrícola de Japón (JA) le ofreció entonces apoyo para plantar «hakusai», un tipo de col china muy popular en la zona en el pasado, pero que dejó de plantarse tras la II Guerra Mundial porque se estropeaba mucho durante el transporte.
Ahora, la JA quiere convertir esta col, resistente a la sal del suelo, en un símbolo de la recuperación.
De este modo, Sugawara, al igual que otros granjeros, plantó «hakusai» en agosto y prepara ya su recolección.
El agricultor relata que la visión de su campo, un vergel en medio de un erial desolador, le llena de esperanza, mientras convida a probar un tazón caliente de tonjiru (sopa de miso y carne de cerdo), entre cuyos ingredientes ha incluido una col temprana.
Además, Sugawara ha logrado subsidios públicos que le llegarán este año, aunque lo que de verdad pide al Gobierno es que construya rompeolas, inexistentes en la zona, para evitar un desastre como el del pasado 11 de marzo.
Otro de los que lucha por superar el desastre es Mitsuhiro Yahagi, que llegó a Miyagi desde la vecina provincia de Fukushima, donde conserva su granja, para asistir como voluntario a los labradores de Sendai.
Allí conoció a un agricultor local, Mamoru Kikuchi, y juntos alcanzaron un acuerdo con Saizeriya, una cadena que posee unos 1.000 restaurantes en Japón, para suministrarle tomates de cultivo hidropónico.
Yahagi, Kukuchi y la empresa de restauración invirtieron unos 100 millones de yenes (un millón de euros) para levantar 12.000 metros cuadrados de invernaderos con un sistema que, con tecnología japonesa, surcoreana y china, permite reciclar toda el agua utilizada.
Este sistema es «único en el mundo», asegura Yahagi, que aún cultiva arroz y lechuga en su granja de Shirakawa, a unos 40 kilómetros de la accidentada central nuclear de Fukushima.
Allí, realiza regularmente pruebas sobre sus cultivos para detectar si están contaminados con radiación, lo mismo que hace Sugawara con sus «hakusai», pese a que su ciudad está a más de 100 kilómetros al norte de la planta.
El miedo a la contaminación no se limita a Fukushima y se extiende, cada vez más, a sus provincias colindantes.
Nobuo Haryu, otro agricultor de Sendai, también comenzó a medir la radiación tras el desastre.
«Al principio usábamos contadores Geiger de fabricación rusa, que costaban unos 50.000 yenes (casi 500 euros) cada uno», explica.
El tsunami malogró el 60 por ciento de las 40 hectáreas donde Haryu, perteneciente a una familia que ha labrado estas tierras durante 15 generaciones, cosechaba desde arroz hasta flores.
Mientras lucha por recuperar sus terrenos, Haryu decidió invertir unos tres millones de yenes (30.000 euros) en un sistema de detección de radiación, con máquinas de fabricación alemana, que garantice que su arroz y sus espinacas son cien por cien seguros.
Si el dispositivo detecta más de 50 cpm (cuentas por minuto), se realiza un segundo control.
Para ello se mete el cultivo en una caja de plomo que lo aísla de la radiación del aire y facilita una medición más precisa, dice el técnico encargado de estas pruebas, que certifica que la lectura de una partida de espinacas es de sólo 6 cpm, «la radiactividad ambiental», dice.
«Hasta ahora no hemos detectado nada que supere los 20 becquereles de cesio por kilo, que es lo que nos ha marcado el gobierno de Miyagi», señala Haryu, que pide sin embargo una mayor coordinación con el Gobierno central a la hora de establecer límites seguros para la industria alimentaria. (Andrés Sánchez Braun / EFE)
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