Este miércoles (20) otro eclipse dejará a oscuras al mundo del fútbol. Será cuando el Madrid y el Barcelona pasen por delante de la luna.
Por Jorge Barraza*
Cuatro o cinco veces al año un eclipse se posa sobre el universo del fútbol y lo ensombrece. Es Real Madrid-Barcelona, un desafío de titanes cuya luz estelar, cuya pasión supranacional reduce a la nada cualquier otro acontecimiento que se superponga. Es tal la dimensión y universalidad que ha adquirido este clásico que todos estamos pendientes de él. Y no defrauda. Si no es el juego, es el ardor, la vibración, la impresionante atmósfera que lo rodea, la fenomenal expectativa que despierta. No es un partido, es un choque de trenes, dos acorazados que se apuntan. Sin dudas, el máximo espectáculo contemporáneo, en fútbol. ¡Qué puesta en escena presentó el Bernabéu! ¡Qué belleza vivirlo, aún por televisión!
Puede que la española no sea la mejor liga del mundo, como dice el eslogan; sí es indiscutible que reúne a los dos equipos más importantes de la Tierra. Al menos, hoy. Por poderío económico, por juego, ambición, tradición. Pero si aún flota alguna duda, ahí están también, ambos, en la semifinal de Europa. Que la superioridad de estos dos colosos sobre el resto de España sea abrumadora, es una verdad; que ganen porque los otros son malos, una mentira. En cualquier otra liga establecerían idéntica supremacía, incluida la inglesa.
Gracias a un penal obsequiado por el engominado árbitro Muñiz Fernández, el Real Madrid no sufrió una nueva derrota a manos de su archirrival. Pero ha sido el suyo un esfuerzo pírrico: el Barcelona le mantuvo los 8 puntos de ventaja a seis fechas del final de la liga. Ahora, el Barsa puede alinear a un equipo alternativo en los partidos siguientes; ya se quitó de encima al Valencia, al Villarreal, al Atlético de Madrid, al Bilbao, al Sevilla y al Madrid. Puede tomarse con soda las próximas dos semanas del campeonato.
“Empate con sabor a victoria”, titula el ultramadridista diario Marca. Se autoengaña; sabe que con el 1 a 1 el Madrid perdió el primero de los tres torneos de la temporada. Aunque, en el fondo, no deja de ser realista: para este Madrid, empatarle a este Barsa, es una victoria. Y es un título más vendedor que “Se nos escapó el campeonato”.
Además, el merengue volvió a comprobar que es menos equipo que el azulgrana. Con el entorno a favor, dejando la piel en el campo, raspando al máximo de lo que permiten el juez y el reglamento, con toda la perversidad de Pepe y la aspereza de la última línea, apenas pudo rascar un empate. Y con un penal que no fue. Haga lo que haga el Madrid, intente lo que intente Mourinho, es menos que el Barsa. Sabe que vencer a un rival con tal grado de posesión de balón es casi una proeza.
Ahora deben medirse en una final el miércoles, en terreno neutral (Valencia) y el club catalán lleva una ventaja: su juego armonioso es natural, fluye, lo tiene incorporado y aprendido. El Madrid debe volver a mentalizarse para otra epopeya de fragor, de roce, de jugar al límite, porque se sabe menos que su adversario. Lo suyo es a sangre y fuego. Y eso es más difícil. El cuerpo y la mente del guerrero necesitan un reposo mayor que cuatro días para acometer otra batalla de estas. El artista la lleva más liviana, el talento requiere menos esfuerzo. Adicionalmente, Barcelona tiene a Messi y el Madrid no, otra ventaja clara.
Josep Guardiola ya está instalado entre los dos o tres mejores entrenadores de la historia del fútbol. Ennoblece su profesión, la dignifica. Puso lo mejor de su dotación y le indicó que fueran por la victoria, como siempre. La cancha y el rival no importan, sólo sus convicciones. Y el Barsa, una vez más, fue al campo madrileño a dominar, a desarrollar su fútbol infernal para los rivales. Ese que no les permite tener casi nunca el balón y termina enloqueciéndolos.
Vale resaltar, de todos modos, la vergüenza madridista para ir por la igualdad estando abajo en el marcador y con un jugador menos. “Estoy cansado de jugar con diez ante el Barcelona”, protestó Mourinho en la conferencia de prensa. Simple, que no se hagan echar. Que Pepe terminara el partido sin siquiera una amarilla es una burla al fútbol.
No fue un espectáculo maravilloso, aunque el volcánico entusiasmo de los protagonistas lo tornó atractivo igual. “El árbitro debe agilizar el juego”, exclamó en un momento el narrador de la TV, como diciendo ¿para qué pita…? ¡Que deje seguir…! Error, si el partido es malo, es obligación de los futbolistas mejorarlo, el juez está para aplicar debidamente el reglamento. Ahora bien: nunca un Barsa-Madrid de estos tiempos puede ser un partido aburrido. Malo sí, tedioso no.
Mourinho hizo un cambio revolucionario en su alineación: quitó a Pepe de la zaga y lo mandó al medio, a custodiar lo más estrictamente posible a Messi. Pepe es su hombre más veloz, el más enérgico y violento de todos los que dispone. Pero no es fácil agarrar a Messi. Ni para un mastín de estos. Lionel hizo cuatro o cinco diabluras de las suyas que lo convirtieron en figura importante. Cristiano Ronaldo, en cambio, pasó casi en blanco otro partido clave (lo que se le critica con frecuencia). Pero se salvó con el penal. Que hay que hacerlo. En un partido así, el arco se achica para el delantero.
Muchos se autoponderan diciendo “Yo marqué 180 goles. Y sin patear penales…” No sabrías, hermano. No te animarías. Convertir un penal es un mérito. Y ese fue el de Cristiano y Lionel.
La única ventaja del Madrid de cara al miércoles es que parece que el Barsa perdió a Puyol, un zaguero para la historia. Y el Madrid perdió a Albiol, o sea, seguro su defensa mejorará para la final de la Copa del Rey.
Dentro de cuatro noches, otro eclipse dejará a oscuras al mundo del fútbol. Será cuando el Madrid y el Barcelona pasen por delante de la luna.
**Ex articulista de El Gráfico y director de la revista Conmebol, (a) International Press.
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