
Mientras Japón continúa recibiendo cifras récord de turistas internacionales, también se multiplican los testimonios de residentes y visitantes locales que denuncian comportamientos irrespetuosos por parte de algunos extranjeros. El contraste cultural en torno a normas sociales, modales y respeto por lo sagrado ha quedado expuesto en incidentes recientes ocurridos en lugares emblemáticos como Kamakura.
Uno de los hechos más comentados tuvo lugar en los terrenos de un santuario en Kamakura, ciudad turística muy frecuentada por sus templos, paisajes y arquitectura tradicional. Allí, Kenichi Miura (nombre ficticio) presenció una escena que, según relata, lo dejó atónito: un grupo de turistas extranjeros, aparentemente europeos, se encontraba cerca del edificio principal riendo y conversando cuando uno de ellos, un joven de cabello rubio, alzó la mano hacia una rama de arce teñida de rojo por el otoño, la sujetó con fuerza y la rompió sin vacilar.
“Al principio no entendí lo que había hecho. Fue tan rápido. Pero luego lo vi sosteniendo la rama como si fuera un recuerdo de viaje, posando junto a sus amigos para una foto”, narró Miura en un medio local, aún sorprendido por lo ocurrido. “Era la parte más hermosa del árbol, justo en el centro de la escena. Y nadie dijo nada”.
El silencio fue general. Nadie entre los presentes intervino para detener la acción o reprenderla. Pero pocos minutos después apareció una miko (sacerdotisa del santuario) que, con visible nerviosismo pero voz firme, se acercó al grupo de turistas y les pidió en inglés que no dañaran las plantas ni las instalaciones, recordándoles que se encontraban en un lugar sagrado. El turista que había arrancado la rama se limitó a responder con un escueto “Sorry”, entregó la rama y se retiró con actitud incómoda.
YA NO SE PUEDE PASEAR TRANQUILA
Pero los incidentes no se limitan al daño físico. Otro tipo de infracciones, menos visibles pero igualmente invasivas, afectan a la experiencia de los propios japoneses al recorrer sus lugares patrimoniales. Hiromi Inoue (nombre ficticio) lo vivió en carne propia durante un paseo turístico por Kamakura junto a una amiga.
Ambas decidieron alquilar kimonos y contratar un paseo en jinrikisha —un carro tirado por un guía— para disfrutar de la ciudad al estilo tradicional. El plan marchaba bien hasta que llegaron a Tsurugaoka Hachimangu, uno de los principales templos de la zona. Tras bajar del carro y comenzar a caminar, se les acercaron dos turistas extranjeros que les pidieron, en inglés, tomarse una foto juntos. Aceptaron de buena gana. “Una foto no nos molestaba, nos pareció algo simpático”, comentó Inoue.
Sin embargo, esa simple foto desató un efecto dominó. Otros turistas comenzaron a rodearlas, cámaras en mano, sin pedir permiso. “Nos empezaron a tomar fotos por todos lados. Estábamos rodeadas. Se convirtió en una especie de sesión fotográfica improvisada”, relató. Más grave aún, algunos comenzaron a acercarse físicamente sin autorización. “Un hombre me puso el brazo sobre el hombro para tomarse una foto. Me quedé paralizada. Nadie había pedido eso, nadie lo había permitido”.
Intentaron protestar, pero los turistas no comprendían japonés ni parecían dispuestos a escuchar. Las jóvenes se sintieron desbordadas, incómodas y sin recursos para enfrentar la situación. “Nos arruinaron el día”, lamentó Inoue.
Este tipo de experiencias reflejan una creciente tensión entre la promoción turística de Japón y la protección de sus costumbres y espacios sagrados. Aunque muchos turistas actúan sin mala intención, la falta de conocimiento o empatía puede desembocar en situaciones incómodas o irrespetuosas para la comunidad local. (RI/AG/IP/)
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