El título de esta nota es la conclusión a la que llega la columnista de The Japan Times, Magdalena Osumi, ante el drama que viven alrededor de 90 mil extranjeros con estatus de residencia en Japón que están varados fuera del país y a quienes aún no dejan retornar debido a las restricciones impuestas por el gobierno nipón ante la pandemia de coronavirus.
Además, tenemos a los extranjeros en Japón que quieren viajar temporalmente a sus países de origen para visitar a un familiar enfermo o acompañar en el duelo a su familia por un pariente muerto, pero que tienen miedo de hacerlo ante el riesgo de que Japón no les permita después reingresar.
Hay casos de personas que incluso llevan décadas en Japón, donde creyeron que habían construido una nueva vida y un hogar para siempre.
El gobierno japonés se ha caracterizado por su inacción con respecto al asunto. Recién el 22 de julio, el primer ministro Shinzo Abe ha reconocido los problemas que enfrentan los residentes extranjeros que no pueden retornar al país.
Los ministerios de Asuntos Exteriores y de Justicia de Japón, que supervisan los procedimientos de ingreso al país, sostienen que la escasa capacidad para realizar pruebas masivas de coronavirus en los aeropuertos es una de las principales razones para impedir el ingreso de los extranjeros. Sin embargo, la columnista de The Japan Times afirma que la excusa no es convincente, puesto que los extranjeros solo constituyen el 2 % de la población del país.
La diferencia en el trato es clara.
Los japoneses que regresan del extranjero solo deben someterse a pruebas de PCR cuando llegan a Japón y se les pide que estén en cuarentena durante 14 días sin ninguna sanción si se niegan a hacerlo, explica. Y eso que se han reportado varios casos de japoneses que dieron positivo a su llegada a Japón.
“Ese trato de segunda clase ha dejado a muchos residentes no japoneses, particularmente a aquellos que hace mucho tiempo construyeron sus vidas aquí, preguntándose si el gobierno reconocerá alguna vez su contribución a la economía de la nación”, dice Osumi.
La situación también está sacando a la luz prejuicios de algunos ciudadanos japoneses con respecto a los extranjeros. Los japoneses, aseguran estas personas, tienen estándares de higiene más altos que los extranjeros. También dicen que en muchos países no existe la costumbre de lavarse las manos.
DESILUSIONADA DE JAPÓN
Annamaria Macurikova, una eslovaca de 27 años que estudia en una universidad de Tokio, salió de Japón el 3 de marzo (antes de que se impusieran las restricciones) para pasar sus vacaciones con sus familiares, consciente de que podría ser la última oportunidad de ver a algunos de ellos, que estaban enfermos.
Aún no puede volver a Japón. Lo ha intentado varias veces en vano. La joven dice que para los funcionarios japoneses sus seis años de vida en Japón, sus parientes enfermos en Eslovaquia y su prometido japonés que lo está esperando no son motivos suficientes para permitir que retorne a Japón.
Sus estériles intentos por retornar le han dejado un mal sabor de boca. Se ha replanteado su vida en Japón. “No puedo pasar el resto de mi vida en un país que trata a sus residentes legales como turistas al azar”, afirma.
Si bien las autoridades niponas están autorizando el retorno gradual de los residentes extranjeros (entre ellos estudiantes), bajo requisitos como los resultados de una prueba de PCR realizada dentro de los 3 días antes de su viaje a Japón, el injusto trato y la penosa experiencia tendrán probablemente un impacto duradero en la comunidad extranjera.
Algunos abandonarán un país en el que invirtieron sus vidas, advierte la columnista. Japón se perderá su aporte. (International Press)
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