Masafumi Nagasaki es un japonés de 82 años que pasó los últimos 29 viviendo en una isla desierta. Un auténtico Robinson Crusoe. Aunque, a diferencia del personaje creado por Daniel Defoe, al que las circunstancias obligaron a vivir en una isla, apartado de la civilización, Nagasaki eligió su destino.
Nagasaki encontró en la isla de Sotobanari, Okinawa, no solo el lugar idóneo para vivir, sino también para morir. Sin embargo, su deseo no podrá hacerse realidad debido a que en mayo pasado las autoridades lo sacaron de la isla y lo llevaron a un hospital para verificar su estado de salud. Desde entonces, no le han permitido retornar a Sotobanari y permanece en la ciudad de Ishigaki.
Su historia se hizo pública gracias al viajero y empresario español Álvaro Cerezo, un apasionado de las islas desiertas que ofrece a sus clientes la experiencia única de vivir durante un periodo como un náufrago en una isla deshabitada.
Cerezo conoció a Nagasaki hace tres años y pasó cinco días con él. El japonés es el “náufrago” voluntario que más tiempo ha vivido en una isla desierta.
Cerezo relata su historia en el sitio web nagasaki.docastaway.com.
Nagasaki no se mudó a la isla con la idea de pasar el resto de su vida en ella. Al principio, tenía previsto vivir en ella un par de años. Sin embargo, le gustó tanto vivir en completa armonía con la naturaleza, sin atender a las reglas de la sociedad, que decidió quedarse para siempre. El anciano le dijo a Álvaro que “no hay mejor lugar en el mundo para morir que este”.
Lo curioso es que pese a que Nagasaki huyó de una sociedad caracterizada por sus rígidas normas y a que te lo imaginas viviendo completamente a su aire, es un hombre extremadamente disciplinado, como lo pudo comprobar Cerezo.
El segundo día de su estancia en la isla okinawense, Cerezo llegó cinco minutos tarde al campamento de Nagasaki, con quien había acordado ir a buscar ostras. El anciano montó en cólera por la tardanza (tenía un reloj que colgaba de un árbol en la entrada de su campamento). Desde ese día, el español llegaba con cinco minutos de anticipación a sus encuentros con el octogenario.
Como buen japonés, Nagasaki se portó como un ejemplar anfitrión. Antes de la llegada de Álvaro a la isla, el japonés ya tenía preparada una tienda de campaña, con todo lo necesario para subsistir, a cien metros de su campamento (un amigo de Nagasaki fue el enlace entre ambos).
Buen anfitrión, sí, pero como se dijo líneas arriba, muy estricto. Nagasaki le dijo a Cerezo que antes de ingresar a la tienda tenía que lavarse los pies en un bol de agua que había dejado en la entrada.
Nasagaki seguía una rutina estricta, con cada actividad registrada al minuto. Comenzaba el día con sesiones de ejercicio y dedicaba varias horas a limpiar la playa, usando unos guantes blancos y un rastrillo. “Nunca he visto una playa tan limpia como la suya, ni siquiera en los resorts isleños más lujosos”.
El español quedó impresionado por la energía del japonés. Y por su carácter. “Él podía pasar de estar feliz y sonriente a gritar como un sargento enojado en solo un minuto. Era muy impredecible, pero al mismo tiempo adorable”. Un día le preparó arroz y Álvaro cometió el “pecado” de dejar algunos granos en el plato. Nagasaki se enfadó y le gritó.
Además de ser muy disciplinado, era precavido. Temeroso de ser infectado por un virus del exterior, limitó sus contactos físicos con Álvaro. A veces, rehusaba estrecharle las manos o compartir comida.
Ahora bien, Nagasaki no vivía completamente ajeno al mundo exterior. El japonés intentó sobrevivir únicamente con lo que obtenía de la isla, cultivando vegetales. Sin embargo, el terreno no es fértil. Por eso, su hermana le enviaba el equivalente a 80 dólares mensuales. Una vez al mes, Nagasaki se vestía e iba en bote a la aldea más cercana para comprar comida. En la aldea permanecía dos o tres horas. Era su único contacto con el mundo de afuera.
El español aclara que el japonés nunca le pidió nada (dinero, artículos de valor) a cambio por los cinco días que pasó con él.
EL VERDADERO SIGNIFICADO DE LA FELICIDAD
¿Qué se sabe de la vida pasada del japonés? Él no habla de ella, pero Álvaro averiguó que tenía una esposa y sospecha que tiene dos hijos. Fue fotógrafo y trabajó en una fábrica en Osaka, en un hotel en Shizuoka y como barman en un club nocturno en Osaka.
Fue cuando trabajaba en la fábrica en Osaka que decidió huir de la civilización. Un colega le habló sobre la isla okinawense de Iriomote. Llegó a ella, pero lo desilusionó porque no estaba lo suficientemente aislada: había coches e incluso turistas. Un pescador de la zona le comentó de Sotobanari, adonde se mudó definitivamente.
En sus primeros años en la isla, el japonés aún seguía los dictados de la civilización. Por ejemplo, usaba ropa. Hasta que un día un tifón destruyó su refugio y se llevó las pocas pertenencias que aún conservaba. ¿Qué sentido tiene usar ropa en una isla desierta?, se preguntó. Desde entonces, andaba desnudo. Poco a poco, Nagasaki, un hombre de ciudad, se fue habituando a su nuevo entorno.
Por primera vez en su vida, sintió el significado de la felicidad.
“Aquí, en la isla, no tengo que hacer lo que la gente me dice que haga, solo sigo las reglas de la naturaleza. No puedes dominar la naturaleza, así que debes obedecerla”, decía.
Pese a la rigidez de la vida en sociedad en Japón, de que quería huir de ella, jamás contempló la posibilidad del suicidio como muchos otros compatriotas. “Soy una persona demasiado positiva como para suicidarse. Siempre buscaré una alternativa, como escaparse a vivir en esta isla”.
Nagasaki no cree en la religión ni en la vida después de la muerte. No teme morir. Lamentablemente, no podrá cumplir su deseo de morir en la isla. Salvo que las autoridades se lo permitan. (International Press)
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