Muchos han quedado atrapados en el estatus de ciudadanos de segunda clase
Antonio Hermosín / EFE
Miles de brasileños descendientes de nipones emigraron a Japón hace dos décadas en busca de sus raíces y de una vida mejor, pero muchos han quedado atrapados en el estatus de ciudadanos de segunda clase, sin poder volver a su tierra de origen.
Sólo en Joso, una tranquila localidad de 63.000 habitantes de la prefectura de Ibaraki ubicada al norte de Tokio, viven unos 2.000 brasileños. Entre sus arrozales y casas tradicionales niponas destaca una modesta escuela adornada con la bandera de Brasil.
Los alumnos de la Escola Opçaõ reciben clases en portugués, tienen nacionalidad brasileña pese a haber nacido en Japón y sueñan con volver al país del que vinieron sus familias en la década de los 90, en la gran ola de inmigración promovida por el Gobierno nipón.
«Intentamos enseñarles para que salgan de la situación en la que se encuentran sus padres», relata a Efe Mayumi Uemura, profesora en esta escuela privada con un centenar de alumnos matriculados, la mayoría hijos de brasileños empleados en la industria alimentaria de la zona.
Más de un centenar de escuelas como ésta que se reparten por Ibaraki, Hamamatsu (oeste) y Gunma (centro) son la única alternativa educativa para unos alumnos que no tienen fácil su integración en los centros públicos nipones debido a su escaso nivel de japonés y a problemas como el acoso escolar, según la docente.
Las mismas limitaciones afectan a sus familias en el ámbito laboral. Más del 90 por ciento de los inmigrantes brasileños llegaron a Japón con un empleo como operarios de fábricas y con un salario alto en comparación con Brasil, aunque limitado respecto al nivel de vida en el país asiático.
«La mayoría están atrapados en una situación personal y laboral complicada. No han logrado adaptarse plenamente al país y al mismo tiempo han perdido los vínculos con su tierra de origen», afirma Marco Farani, cónsul de Brasil en Tokio.
No obstante, también hay numerosos ejemplos de brasileños que han logrado prosperar en Japón, como Sergio Shinti, quien tras trabajar en fábricas montó una empresa de energía solar.
El idioma y las grandes diferencias culturales entre ambos países son las principales barreras para la integración de los descendientes de nipo-brasileños, quienes «venían a Japón con una imagen demasiado idealizada del país», según Farani.
El perfil del inmigrante japo-brasileiro es el de un joven de entre 20 y 30 años, soltero, con estudios universitarios, que arribó a Japón hace dos décadas y media y que hoy día tiene entre 50 y 60 años.
Marlene Jo llegó a Japón en 1992 dejando atrás a una hija de dos años y hoy día trabaja en una empresa de Joso, además de vender mandioca y verduras de su propia huerta en una furgoneta «para poder llegar a finales de mes», explica a Efe.
A comienzos de los 90, Japón puso en marcha un sistema especial de visados para descendientes directos de «nikkei» (inmigrantes nipones) residentes en Brasil o de segunda generación, en un momento en que el país asiático necesitaba abundante mano de obra para su industria en plena expansión.
Así, el número de residentes brasileños en Japón se disparó desde los 14.000 registrados en 1987 hasta unos 313.000 en 2007, convirtiéndose en la tercera mayor comunidad de inmigrantes en el país asiático, sólo por detrás de la china y la surcoreana.
Posteriormente llegaría la crisis financiera de 2008, con la que muchas empresas niponas recortaron personal y cerraron plantas, lo que perjudicó especialmente a los trabajadores menos cualificados y a la comunidad brasileña.
Aunque muchos llevan décadas residiendo en Japón, cuentan con visados temporales que deben renovar con frecuencia debido a la estricta normativa nipona, lo que les cierra las puertas a otros puestos de trabajo.
Además, son víctimas frecuentes de discriminación en el ámbito laboral pese a tener nombres y apellidos japoneses, en un país donde la proporción de inmigrantes sigue siendo ínfima (en torno al 1,5 por ciento de la población).
No obstante, también hay numerosos ejemplos de brasileños que han logrado prosperar en Japón, como Sergio Shinti, quien emigró hace 12 años con su mujer y su hijo y tras trabajar en fábricas montó una empresa de energía solar, o Nilton Soares, empleado como editor en una revista gratuita dedicada a la comunidad brasileña.
«La situación ha cambiado mucho en los últimos años, al mejorar la economía nipona. Ahora es fácil conseguir empleo si se habla bien el idioma y se conocen los protocolos y las normas sociales», afirma Soares, quien reside en Japón desde hace 17 años.
La historia de los brasileños en Japón puede aportar valiosas enseñanzas para la política migratoria del país asiático, en un momento en que éste afronta un preocupante declive demográfico y ha empezado a flexibilizar los visados para determinados países.
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