Aún se desconocen las razones del ataque que destruyó la sensación de seguridad en Japón
Andrés Sánchez Braun / EFE
Multitud de enigmas siguen rodeando los ataques con gas sarín del metro de Tokio cometidos el 20 de marzo de 1995 por Verdad Suprema, secta que aún sobrevive 20 años después captando nuevos adeptos mientras permanece bajo estrecha vigilancia de las autoridades niponas.
Durante la hora punta matutina de aquel fatídico día, cinco miembros de Verdad Suprema (en japonés, «Aum Shinrikyo»), un culto religioso de corte «new age» fundado en 1984, perforaron de manera coordinada varios paquetes de sarín en sendos trenes del metro de Tokio.
Por inhalar este gas nervioso unas 6.300 personas resultaron intoxicadas: 13 de ellas murieron, decenas quedaron en estado casi vegetativo y la mayoría sufre hoy secuelas físicas -pérdida de visión, cansancio crónico o dolorosas y continuas migrañas- además de estrés postraumático.
El periodista y sociólogo Toru Takeda considera que este ataque tuvo en la psique japonesa un impacto mayor que el del estallido de la burbuja financiera de unos años antes, porque lo sucedido en Tokio destruyó la sensación de seguridad y confianza mutua arraigada hasta entonces en el país asiático.
«Nos dimos cuenta por primera vez de que la persona sentada a tu lado puede ser alguien completamente diferente a ti que es capaz de diseminar gas venenoso», explica a Efe.
Tras los atentados, el Ministerio de Justicia descartó en 1997 prohibir la existencia de Aum al considerar que los arrestos de sus líderes ya no la convertían en una amenaza para el Estado japonés.
No obstante, en 1999 se aprobó una norma (conocida como ley «anti-aum»), en virtud de la cual el Gobierno acaba de prorrogar en otros tres años el periodo de vigilancia especial al que se somete a los dos grupos -Aleph y Hikari no wa (Círculo de luz)- en los que se dividió Verdad Suprema en 2007.
Aunque las dos agrupaciones suman apenas 1.650 miembros (una décima parte que hace dos décadas), ambas han logrado captar a unos 150 nuevos adeptos en Japón desde 2012.
Puesto que los miembros entregan todo su patrimonio a la organización al ordenarse, las nuevas adhesiones aparentemente han ayudado a duplicar sus activos monetarios hasta los 5 millones de euros en los tres últimos años.
Pero ante todo, la Inteligencia nipona asegura que, en privado, los dos grupos siguen justificando los ataques de 1995 y guardan lealtad al gurú y fundador de Aum, Shoko Asahara.
Para muchas de las víctimas y sus familiares o para los residentes de los barrios en los que Aleph y Hikari instalan sus residencias o centros de rezo resulta incomprensible que las autoridades sigan permitiendo su existencia.
Tampoco ayuda el que 20 años de juicios no hayan aclarado cómo y por qué lo que empezó como un simple seminario de yoga pasó en apenas una década a convertirse en una organización que secuestraba y asesinaba a opositores, fabricaba armas químicas o poseía un helicóptero militar ruso.
«En los juicios, que se celebran con jurado popular, se tratan los delitos en sí, pero no se habla del contexto que permitió la expansión de Verdad Suprema», denunciaba la semana pasada en Tokio, Shizue Takahashi, cuyo marido Kazumasa fue uno de los empleados de la estación de Kasumigaseki que murió tras retirar uno de los paquetes de sarín del interior de un vagón.
Los medios nipones, por su parte, se han limitado a perpetuar la idea de que Aum y los atentados son sencillamente el producto de un grupo de «vagos, malvados y locos», en lugar de intentar rastrear las aparentes frustraciones que llevaron a miles de miembros de la elite universitaria nipona a unirse en masa a las filas de la secta.
Más allá de la aparente motivación del ataque -una maniobra ordenada por Asahara para «proteger» la existencia del grupo del acoso policial- también quedan por resolver varias intrigas criminales en torno a la secta.
Por ejemplo, el asesinato a cuchilladas, que tuvo lugar ante las cámaras de televisión un mes después del atentado, de Hideo Murai, el «ministro de ciencia» de Aum, a cargo de un sicario de la «yakuza» (mafia) que se suicidó poco después en su celda.
Tampoco queda claro por qué si la policía vigilaba de cerca a Aum nadie fue capaz de relacionar al culto con un atentado previo con sarín que mató a ocho personas en la prefectura de Nagano en 1994 o con el brutal asesinato en 1989 de un abogado que ultimaba una demanda multimillonaria contra la secta.
Los 13 miembros de Aum, incluido Asahara, que actualmente esperan en el corredor de la muerte seguramente se llevarán las respuestas a estas incógnitas a la tumba, algo que podría suceder pronto dado que la última sentencia contra uno de los coautores materiales del atentado se hará pública el próximo abril.
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