Luis Aragonés, el padre del tiqui-taca. Por Jorge Barraza

Luis Aragones
Jorge Barraza

No lo conocimos; siempre fue para los sudamericanos una referencia lejana. Pero en España lo tenían por sabio. No se gana tal halago con marketing o con campañas de prensa. Luis Aragonés, gloria del Atlético de Madrid como jugador y entrenador, falleció ayer a los 75 años. “Fue carne y sangre del Atlético”, resumió Alfredo Relaño, director de As. Su herencia no se puede medir en propiedades ni en cuentas bancarias: le dejó a España el legado de un fútbol maravilloso y el rótulo de número uno del mundo.

Tenía su personalidad el don del carisma. Pese al carácter destemplado que le adjudicaban, los futbolistas lo amaban. Cuando un hombre entrena a una decena de clubes durante 35 años y nunca recibe una queja, un reproche, un gesto descomedido de un jugador, sólo el aprecio y el elogio unánime de sus dirigidos, algún mérito humano hay que tener. Por eso las grandes empresas del mundo contratan a este tipo de personajes para dar charlas de manejo de grupos. El vestuario de un equipo de fútbol es un recinto en el que conviven personas de fuerte personalidad, con sus ilusiones, vedetismos, celos, ambiciones, flaquezas, egoísmos… Y contentarlos a todos, o al menos ganarse el respeto, habla de un liderazgo extraordinario. Eso no se aprende en Harvard, viene de fábrica.


«Luis era bueno porque te hablaba de una forma campechana, buena y sincera. Mi relación con él fue buenísima”, cuenta Iker Casillas, el excepcional arquero que fue entrenado por Luis en la Selección. “Era un persona entrañable. En mi primer partido con él de seleccionador, optó por poner a Cañizares. Me cogió y me dijo qué me pasaba. Y que no le mirase como miran las vacas el paso del tren».

Fue el jugador y entrenador con mayor cantidad de partidos en la Liga Española. Ganó innumerables títulos con el Atleti en ambas funciones. Incluso el campeonato de Segunda División de 2002, cuando fue al ascenso a recoger a su maltrecho club para devolverlo a Primera.

Luis Aragones

Sin embargo su aureola de maestro superó todas las estadísticas. Su obra cumbre no se mide en números, sino en reconocimiento. Aragonés fue el hombre que cambió la historia del fútbol español y con él, del fútbol mundial. Desterró para siempre la Furia, basada en el empuje, en el ímpetu y lo físico, e implantó el actual estilo de toque y posesión de pelota. “Falleció el padre de la España del tiqui-taca”, tituló As a todo lo ancho de su portal en Internet.


Había asumido en la Selección en 2004. En Alemania 2006, después de un comienzo auspicioso en el que ganó los tres partidos del grupo, perdió 3 a 1 con Francia en octavos de final y presentó la renuncia. La prensa machacaba con el baqueteado “jugamos como nunca y perdimos como siempre”. Aragonés no quería saber nada más, pero el presidente de la Federación, Ángel María Villar, le insistió hasta el cansancio que siguiera. Siguió. Y devino un capítulo bellísimo: jugando un fútbol celestial, consagratorio, la Roja ganó en Viena la Eurocopa 2008. Un festival ante Rusia en semifinal y un refinado vals vienés en la final frente a Alemania, ¡vaya rival…!

Juntó a Xavi, Iniesta, Cesc y David Silva, cuatro volantes de técnica y creatividad, mostrando sus convicciones de qué fútbol pretendía. No fue chocar a los Panzers sino a jugarles cortito, pelota al pie y toque al ras. Y lo impuso. “Estas finales las gana el tipo que está seguro de lo que tiene que hacer, y ustedes lo saben”, les dijo a sus jugadores en la charla previa.

Entonces sí dejó indeclinablemente el banco de España, el cual heredó Vicente Del Bosque, quien con ponderable humildad, dijo al conquistar Sudáfrica: “Para mí era una  responsabilidad enorme, sólo tenía que tratar de no destruir lo que armaron Aragonés en la selección y Guardiola en el Barcelona”.


Aprendida la lección de Luis, España no abandonó más la línea de juego ortodoxo, de respeto por el balón, de toque y toque. Una transformación como no se recuerde otra en ese deporte. De tener un fútbol tosco, áspero, insulso y segundón (o más bien tercerón) pasó a ser la más bonita escuela moderna. Estéticamente comparable al Brasil de 1970 o a las inolvidables selecciones de Telé Santana. España dejó la fuerza bruta y comenzó a pensar el juego, a cuidar el esférico como un tesoro, a tocarlo con delicadeza. Eso le sirvió para convertirse en la primera potencia internacional: hilvanó Eurocopa-Mundial-Eurocopa, tres conquistas sensacionales (las tres fuera de casa), algo que nadie había alcanzado antes.

Y a nivel de club dio a luz al equipo que, para este cronista, es la máxima expresión de belleza y eficacia en la historia de este deporte: el Barcelona de Guardiola, de Xavi, de Messi, de Iniesta. Un conjunto capaz de unir lo bello y lo util, el buen gusto y la mentalidad ganadora, con un respeto religioso por el espectáculo y, por ende, por el aficionado.


No hay forma de medir la contribución de Aragonés al fútbol moderno; sí se sabe que es inmensa, por el efecto imitación y por el momento en que intentó semejante cambio. Ya ha pasado a ser un prócer del deporte español, el que iluminó el camino para que 47 millones de compatriotas vivieran la máxima alegría deportiva de su historia: la Copa Mundial 2010.

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