Yoshihiro Murata, el abanderado de la cocina tradicional japonesa

Yakimono (foto Kikunoi)

«Los restaurantes japoneses fuera de Japón son muy caros y la comida no sabe a nada», dice defensor del washoku


Yakimono (foto Kikunoi)

Ramón Abarca / EFE

Yoshihiro Murata vive con la obsesión de promocionar tanto dentro como fuera de su país la cocina tradicional japonesa. Este chef nipón, cuyos tres restaurantes suman siete estrellas Michelin, teme que la conocida como «washoku» acabe desapareciendo.

«Los niños japoneses creen que una hamburguesa o una pizza son platos de aquí. Se corre el riesgo de perder para siempre la cocina más tradicional, que es de lejos la más sana», explica Murata mientras corta con la precisión de un cirujano un enorme besugo.


Pertenece a la tercera generación de una familia de cocineros propietarios del mítico Kikunoi de la ciudad de Kioto, un «ryotei» (restaurante tradicional) que abrió sus puertas en 1902 y que ostenta desde hace cuatro años tres estrellas Michelin.

En su cocina destaca el orden y el colorido de las mejores verduras de temporada (zanahorias, nabo blanco o raíz de loto) que da a probar crudas esperando muy atento la reacción.

«En la comida japonesa lo más importante es el aroma y la textura, más que el sabor», asegura mientras se acerca a la nariz una enorme pieza de wasabi.


Su apasionamiento por los productos locales hace que se haga llevar hasta su restaurante de Tokio el agua del pozo del centenario local familiar de Kioto, a más de 500 kilómetros de la capital nipona.

Murata viajó en su juventud a Francia donde aprendió las técnicas de la que era en ese momento la cocina más prestigiosa del mundo. Pero no tardó en regresar a su país convencido de llevar a cabo una misión: descubrir al mundo lo mejor de la gastronomía nipona.


«Una comida normal puede tener 15 ingredientes diferentes, sin embargo contiene muy pocas calorías. Esta forma de comer es el futuro que tenemos que dejar a las siguientes generaciones», señala en su visceral defensa de la cocina japonesa.

Para Murata, una de las principales cualidades de la dieta nipona es que no contiene aceite, una tendencia que están adoptando los mejores chef del mundo, «incluso los italianos», destaca alzando los brazos.

Este veterano cocinero, que aprendió desde niño de sus padres y abuelos, ha sido el máximo responsable de que la UNESCO a principios de mes reconociera la «washoku» o cocina tradicional japonesa como patrimonio cultural.

«Japón tiene que hacer un esfuerzo para exportar lo mejor que tiene, tanto sus productos como su cocina», apunta Murata que insiste en que la labor también debe ser de puertas adentro.

«Cada vez hay menos tiempo para cocinar. Los niños no comen bien y son cada vez más obesos, un problema que nunca hemos tenido antes», lamenta.

Por eso, uno de sus retos es la educación: «Me encantaría abrir facultades dedicadas a la cocina japonesa en las universidades e institutos. Eso daría la oportunidad a los más jóvenes de descubrir sus secretos».

Murata es una de los cocineros japoneses más reconocidos internacionalmente. Sus tres establecimiento, dos en Kioto y uno en Tokio, cuentan con cerca de un 30 por ciento de clientes extranjeros.

«No me extraña. Los restaurantes japoneses fuera de Japón son muy caros y la comida no sabe a nada», comenta entre risas.

El precio de su reconocido local Kikunoi de Kioto oscila entre los 5.000 yenes del menú de medio día y los 15.000 de la cena (entre 35 y 120 euros o 48 y 164 dólares), lo que le convierte según su propietario en «el tres estrellas más barato del mundo».

«No quiero subir los precios. Si lo hago dejará de venir la gente corriente, la que paga por comer, y se llenará de hombres de negocios cuyas cuentas corren a cargo de sus empresas», explica mientras decora un plato con unos enormes palillos.

Murata, que es un firme defensor del intercambio de ideas, del abrir las cocinas y compartir los secretos, puso en marcha hace tiempo la Academia Culinaria de Japón, que trabaja junto a investigadores de la Universidad de Kioto en un proyecto llamado «laboratorio de la cocina japonesa».

El chef nipón recuerda con una sonrisa cómo hizo de cicerone de Ferrán Adriá en una visita del genio de la cocina española a la ciudad de Kioto. «Estaba obsesionado con las especias y los polvos. Le enseñé lo mejores sitios y acabó creando un plato inspirado en esos sabores», cuenta orgulloso tras despedir ceremoniosamente a un grupo de satisfechos clientes.

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